Hacía solo tres semanas que habíamos enterrado a mamá, y mi hermano ya había llamado a un tasador para la casa.
En el patio de la casa familiar en Segovia, las manzanas reinetas caían una tras otra, golpeando la tierra con un sonido sordo. La casa, una construcción antigua de los años 70, con dos habitaciones y un porche de madera, parecía haberse encogido desde que éramos niños. Pero el terreno de casi mil metros cuadrados se había convertido de pronto en la moneda de cambio más valiosa entre mi hermano y yo.
“Rocío, seamos prácticos,” me dijo por teléfono el día anterior. “Tú vives en Barcelona, yo en Madrid. Ninguno puede mudarse aquí. ¿Tiene sentido mantener esta casa vacía? Mejor venderla y repartir el dinero.”
Su lógica era impecable, fría y eficiente, como siempre había sido Pablo. La venta parecía la solución racional. Pero ¿cómo ponerle precio al lugar donde aprendiste a caminar, donde plantaste tu primer árbol, donde tus padres vivieron toda una vida?
Estaba sentada en la cocina, ante la mesa cubierta con un mantel de hojas descoloridas, hojeando un álbum de fotos viejo. Mi padre, fallecido hacía cinco años, sonreía bajo su bigote espeso en una foto del verano del 89. A su lado, mamá sostenía una cesta de ciruelas y parecía más joven de lo que yo había sido jamás.
El teléfono vibró. Era Pablo.
“He hablado con un agente inmobiliario. Dice que podemos pedir 200.000 euros por la casa y el terreno. Es una buena suma, Rocío. Piensa en lo que podrías hacer con la mitad.”
“Necesito pensarlo, Pablo. No es una decisión fácil para mí.”
“¿Qué hay que pensar? La casa está vacía, se deteriora. Ni tú ni yo tenemos tiempo para cuidarla. Es irresponsable dejarla así.”
Tenía razón, claro. Mi vida estaba en Barcelona, con mi marido, los niños y mi trabajo en la empresa. Iba a Segovia solo dos o tres veces al año, y en los últimos tiempos, solo para cuidar a mamá cuando la enfermedad la postró en la cama. Pablo venía aún menos, absorbido por su vida de abogado exitoso en Madrid.
Esa noche, encendí el fuego en la estufa de barro y comencé a ordenar las cosas de mamá. Sus vestidos sencillos, doblados con precisión en el armario. La vajilla de porcelana, guardada “para ocasiones especiales”. Las recetas escritas a mano, guardadas en una lata de galletas. Cada objeto parecía respirar su presencia.
Entre las cosas, encontré un sobre amarillento. Dentro estaba la escritura de la casa y una carta sin terminar dirigida a “Mis hijos”. La letra de mamá, clara y ordenada, llenaba la página:
“Queridos hijos, cuando lean esto, yo ya no estaré. Esta casa fue toda mi vida y la de vuestro padre. Aquí os criamos, aquí reímos y lloramos, aquí envejecimos. Nunca fue grande ni lujosa, pero estuvo llena de amor. Sé que vuestras vidas están lejos ahora, y quizás esta casa os parezca una carga. Pero antes de decidir, quiero que recordéis algo…”
La carta se interrumpía bruscamente, como si las palabras hubieran faltado o el tiempo se le hubiera agotado.
Al día siguiente, Pablo llegó con su coche nuevo y aparcó frente a la verja. Lo observé desde la puerta, notando lo extraño que parecía allí. Su traje caro no encajaba con la sencillez del patio donde habíamos corrido descalzos de niños.
“He traído los papeles para el tasador,” dijo en lugar de saludar.
Le extendí la carta sin decir nada. La leyó en silencio, su expresión cambiando apenas.
“Está incompleta,” comentó.
“Sí, como nuestra conversación sobre la casa.”
Salimos al patio, entre manzanas caídas y los bancales que mamá cuidó hasta sus últimos días. El pequeño huerto tras la casa, donde papá había construido un columpio, estaba ahora abandonado.
“¿Recuerdas cuando nos peleamos en el columpio y nos caímos, rompiéndome el brazo?” le pregunté.
Una sonrisa fugaz cruzó su rostro. “Y papá nos llevó al hospital en la bici, contigo en brazos y yo pedaleando detrás, llorando más que tú.”
De pronto, ambos nos reímos, recordando historias olvidadas. La fiesta sorpresa por los 50 años de papá, cuando el pastel se resbaló de la mesa. La primera vez que Pablo se emborrachó con el orujo de papá. Las noches de invierno alrededor de la estufa.
Solo quienes han vivido esto en familias españolas entienden el peso emocional de la casa familiar y lo doloroso que es dejarla, sobre todo cuando los hermanos no se ponen de acuerdo.
Después de horas de recuerdos, Pablo se levantó y miró alrededor como si viera la casa por primera vez.
“¿Y si no la vendemos?” dijo de pronto.
Lo miré sorprendida. “Pero dijiste que era irresponsable conservarla.”
“Sí, si la dejamos caer. Pero ¿y si la reformamos? Podría ser un sitio para traer a los niños en vacaciones, para reunirnos en Navidad. Un lugar que siga siendo de la familia.”
Su propuesta me sorprendió. ¿Pablo, el práctico, quería guardar la casa por sentimentalismo?
“Costará dinero, tiempo, esfuerzo,” señalé.
“Los dos tenemos recursos. Y quizá es hora de invertir en nuestras raíces, no solo en el futuro de nuestros hijos.”
En los meses siguientes, comenzamos la reforma. Mantuvimos la estructura original, la estufa de barro, la viga donde papá marcaba nuestra estatura cada año. Modernizamos la cocina y el baño, pusimos calefacción y convertimos el desván en habitaciones para los niños.
En Navidad, nos reunimos todos allí: Pablo con su mujer y su hijo, yo con mi marido y mis hijas. Decoramos el abeto en el patio, como hacíamos de pequeños, y horneamos roscones con la receta de mamá.
Mientras los niños jugaban en la nieve, Pablo y yo nos sentamos en el porche, mirando el paisaje familiar.
“¿Crees que tomamos la decisión correcta?” preguntó él.
Miré hacia la cocina, donde nuestras familias preparaban la cena, y hacia los niños, que hacían un muñeco de nieve justo donde nosotros lo habíamos hecho treinta años atrás.
¿No es esta una de las mayores pérdidas de la sociedad moderna? Las casas familiares, antaño el núcleo de generaciones reunidas, ahora se ven solo como activos, negociados sin pensar en su valor emocional.
“Creo que mamá habría terminado su carta diciéndonos esto: que la verdadera herencia no está en el precio de la casa, sino en los recuerdos y la unión que creamos aquí.”
Pablo asintió y levantó su vaso de vino caliente. “Por la casa familiar,” dijo. “Y por quienes entienden que algunas cosas no tienen precio.”