Han pasado solo tres semanas desde que enterramos a mamá, y mi hermano ya ha llamado al tasador para la casa.

Hace solo tres semanas que enterramos a mamá, y mi hermano ya ha llamado a un tasador para la casa.

En el patio de la casa familiar en Sigüenza, las manzanas reinetas caían una tras otra, golpeando la tierra con un sonido sordo. La casa, una construcción antigua de los años 70, con dos habitaciones y un porche de madera, parecía haberse encogido desde que éramos niños. Pero el terreno de casi 1000 metros cuadrados se había convertido de repente en la moneda de cambio más valiosa entre mi hermano, Miguel, y yo.

“Andrea, seamos prácticos”, me dijo por teléfono un día antes. “Tú vives en Salamanca, yo en Madrid. Ninguno puede mudarnos aquí. ¿Tiene sentido mantener esta casa vacía? Mejor la vendemos y repartimos el dinero.”

Su lógica era impecable, fría y eficiente, como siempre había sido Miguel. La venta sería la solución racional. Pero ¿cómo ponerle precio al lugar donde aprendiste a caminar, donde plantaste tu primer árbol, donde tus padres vivieron toda una vida?

Estaba sentada en la cocina, en la mesa cubierta con un mantel floral descolorido, hojeando un álbum de fotos viejo. Papá, que nos dejó hace cinco años, sonreía bajo su poblado bigote en una foto del verano del 89. A su lado, mamá sostenía una cesta de ciruelas y parecía más joven de lo que yo había sido nunca.

El teléfono vibró. Era Miguel.

“He hablado con un agente inmobiliario. Dice que podemos pedir 200.000 euros por la casa y el terreno. Es una buena suma, Andrea. Piensa en lo que podrías hacer con la mitad.”

“Necesito pensarlo, Miguel. No es una decisión fácil para mí.”

“¿Qué hay que pensar? La casa está vacía, se deteriora. Ni tú ni yo tenemos tiempo para venir a cuidarla. Es irresponsable dejarla así.”

Tenía razón, claro. Mi vida estaba en Salamanca, con mi marido, los niños y mi trabajo en la empresa. Iba a Sigüenza solo dos o tres veces al año, y en los últimos tiempos solo para cuidar a mamá cuando la enfermedad la postró en cama. Miguel venía aún menos, con su vida acelerada de abogado exitoso en Madrid como prioridad.

Esa noche, encendí el fuego en la estufa de barro y empecé a ordenar las cosas de mamá. Sus ropas sencillas, perfectamente dobladas en el armario. El juego de té de porcelana, usado solo “para ocasiones especiales”. La pila de recetas escritas a mano, guardadas en una caja de galletas. Cada objeto parecía respirar aún su presencia.

Entre sus cosas, encontré un sobre amarillento. Dentro, estaba la escritura de la casa y una carta sin terminar dirigida a “Mis hijos”. La letra de mamá, ordenada y cuidada como ella, llenaba una página:

“Queridos hijos, cuando lean esto, yo probablemente ya no estaré. Esta casa fue toda la vida de vuestro padre y mía. Aquí os criamos, aquí reímos y lloramos, aquí envejecimos. Nunca fue grande ni lujosa, pero estuvo llena de amor. Sé que vuestras vidas están lejos ahora, y quizá esta casa os parezca solo una carga. Pero antes de tomar ninguna decisión, quiero que recordéis algo…”

La carta se cortaba de golpe, como si mamá no hubiera encontrado las palabras o el tiempo no le hubiera dejado terminarla.

A la mañana siguiente, Miguel llegó con su coche nuevo, aparcando frente a la puerta. Lo miré desde el umbral, dándome cuenta de lo ajeno que parecía allí. Su traje caro no encajaba con la sencillez del patio donde corrimos descalzos de niños.

“He traído el contrato del tasador”, me dijo en lugar de un hola.

Le pasé la carta sin decir nada. La leyó en silencio, su expresión cambiando casi imperceptiblemente.

“Está sin terminar”, comentó.

“Sí, como nuestra conversación sobre qué hacer con la casa.”

Salimos al patio, entre las manzanas caídas y los bancales que mamá cuidó hasta su último mes. El pequeño huerto tras la casa, donde papá construyó un columpio para nosotros, estaba ahora abandonado.

“¿Te acuerdas cuando nos peleamos en el columpio y caímos los dos, rompiéndome el brazo?”, le pregunté.

Una sonrisa fugaz cruzó su rostro. “Y papá nos llevó al hospital en bici, contigo en brazos y yo pedaleando detrás, llorando más que tú.”

De pronto, nos reímos los dos, recordando episodios de la infancia que habíamos olvidado. La fiesta sorpresa por los 50 años de papá, cuando la tarta se cayó de la mesa. La primera vez que Miguel se emborrachó con el orujo que hacía papá. Las noches de invierno junto a la estufa.

Solo quienes han vivido esto en familias españolas entienden la carga emocional de la casa familiar y lo doloroso que es separarse de ella, sobre todo cuando los hermanos no se ponen de acuerdo.

Tras horas de recuerdos, Miguel se levantó y miró alrededor como si viera la casa por primera vez.

“¿Y si no la vendemos?”, dijo de repente.

Lo miré sorprendida. “Pero dijiste que era irresponsable guardarla.”

“Sí, si la dejamos deteriorarse. Pero ¿y si la reformamos? Podría ser un sitio donde traer a los niños en vacaciones, donde reunirnos en Navidad. Un lugar que siga siendo de la familia.”

Su propuesta me pilló por sorpresa. Miguel, el práctico Miguel, ¿proponía guardar la casa por sentimentalismo?

“Eso significaría dinero, tiempo, esfuerzo”, comenté.

“Los dos tenemos recursos. Y quizá sea hora de invertir un poco en nuestras raíces, no solo en el futuro de nuestros hijos.”

En los meses siguientes, empezamos a reformar la casa. Mantuvimos la estructura original, la estufa de barro, la viga donde papá nos medía cada año. Modernizamos la cocina y el baño, pusimos calefacción y convertimos el desván en habitaciones para los niños.

En Navidad, nos reunimos todos allí Miguel con su mujer y su hijo, yo con mi marido y mis niñas. Decoramos el abeto en el patio, como hacíamos de pequeños, y horneamos roscones con la receta de mamá.

Mientras los niños jugaban en la nieve, Miguel y yo estábamos en el porche, mirando el paisaje familiar del pueblo.

“¿Crees que tomamos la decisión correcta?”, me preguntó.

Miré hacia la ventana de la cocina, donde veía a nuestras familias preparando la cena de Navidad, y a los niños haciendo un muñeco de nieve justo donde lo hicimos nosotros treinta años atrás.

¿No es esta una de las mayores pérdidas de la sociedad moderna? Las casas familiares, antaño núcleo de generaciones reunidas, ahora son solo activos inmobiliarios, intercambiados sin pensar en su valor emocional.

“Creo que mamá habría terminado su carta diciéndonos esto mismo: que la verdadera herencia no está en el valor de la casa, sino en los recuerdos y los lazos que creamos aquí.”

Miguel asintió y levantó su vaso de vino caliente. “Por la casa familiar”, dijo. “Y por todos los que saben que algunas cosas no tienen precio.”

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Han pasado solo tres semanas desde que enterramos a mamá, y mi hermano ya ha llamado al tasador para la casa.