Han pasado dos semanas desde la última vez que fui a mi casita del jardín y, al volver, me encuentro con que los vecinos han montado un invernadero en mi terreno y han plantado pepinos y tomates Soy dueño de un pequeño terreno a las afueras de la ciudad. No planto nada, solo voy para relajarme en mi tiempo libre; no quiero gastar mi energía en cuidar un huerto. He puesto allí una barbacoa, un cenador para sentarme y resguardarme de la lluvia, y mi próximo plan era instalar una valla alrededor de la parcela. Así que fui allí para asar unas salchichas y desconectar del bullicio de la ciudad. Mis vecinos eran normales, no molestos ni demasiado habladores, salvo una vecina que a veces me sacaba de quicio. Siempre se preguntaba cómo podía yo vivir sin plantas. En su parcela, al otro lado de la calle, todo estaba repleto de brotes y flores, a los que dedicaba días enteros. Como de momento no había valla entre nuestros terrenos, mi vecina se sentía libre para entrar en el mío sin cortarse un pelo. Sinceramente, eso no me gustaba nada. A veces llegaba y la veía curioseando por allí, inspeccionando todo. Le pregunté: – ¿Pasa algo? – No, solo miraba dónde podría plantar unas cebollas. Tienes tanto espacio sin nada… Creo que podría plantar algo, ¿no te importaría? Me pilló tan de sorpresa que no supe qué contestar. No quería ser borde, así que tras pensarlo un poco, respondí: – Puedes plantar en un bancal. Luego no me hizo ninguna gracia haber accedido; estuvo toda la tarde revoloteando por mi terreno y no me dejó relajarme, su presencia me estresaba. Al poco, me fui de vacaciones al mar. Al volver, lo primero que hice fue ir al terreno el fin de semana. Y cuál fue mi sorpresa al encontrarme un invernadero y varios bancales con pepinos y tomates en mi parcela. Sabía perfectamente quién lo había hecho, no necesitaba preguntar. Me enfadé y decidí actuar. Le pedí ayuda a un amigo, fuimos esa misma tarde al Leroy Merlin y pusimos una valla de malla alrededor. Ahora la vecina ya no puede campar a sus anchas ni hacer lo que le venga en gana en mi terreno. El fin de semana siguiente vino y me preguntó: – ¿Por qué has puesto una valla? Ahora no puedo acceder a mis plantones. ¿Es que piensas cuidarlos tú? Eso ya me pareció el colmo; por la tarde desmonté el invernadero y le lancé los materiales por encima de la valla. Desde entonces, ni me ha vuelto a saludar.

Han pasado dos semanas desde la última vez que pisé mi casita de campo, y al regresar, me encontré con que los vecinos habían colocado un invernadero en mi terreno, plantando pepinos y tomates como si el terreno les perteneciera.

Mi nombre es María Pilar Fernández, y poseo una pequeña parcela a las afueras de Segovia. Aunque nunca he sentido pasión por la agricultura, siempre he visto aquel rincón como mi refugio, un lugar para huir del bullicio madrileño. Prefiero dedicar el tiempo a asar unas buenas chistorras, beber un vino bajo el cenador, y resguardarme si llueve. Hacía semanas, eso sí, que planeaba poner una valla para sentir que el lugar era realmente mío.

Aquel sábado decidí volver: necesitaba saborear la tranquilidad tras una semana desbordante de trabajo. Los vecinos, en general, nunca habían sido molestos ni cotillas; salvo una, Ángeles, que desde el primer día me miraba raro cuando le decía que no pensaba plantar nada en el huerto. En su parcela, justo al otro lado del sendero, reina una jungla de plantas: gladiolos, tomates, berenjenas y ella, eternamente con las manos en la tierra, hablando con sus flores como si fueran familia.

Como aún no había vallado el terreno, Ángeles se paseaba a veces por mi parcela, con esa confianza con la que trataba a sus begonias. Confieso que siempre me incomodaba verla curioseando, caminando entre mis cosas. Un día llegué y la encontré allí, tan tranquila.

¿Ocurre algo, Ángeles? le pregunté, algo tensa.
Nada, mujer. Miraba dónde se podrían plantar unos ajos Tienes un terreno soleado totalmente desaprovechado, María Pilar, sería un pecado no plantar nada. Si quieres, yo podría plantar algo aquí. ¿Te importaría?

Me cogió tan de sopetón que me quedé muda. No quería ser grosera, así que respondí, dudando:
Si quieres, planta una pequeña hilera, pero solo eso.

No tardé en arrepentirme. Durante horas, Ángeles revoloteó de un lado a otro, y mi paz fue sustituida por su incesante trajín. Me sentí invadida, aunque intenté disimular.

Poco después me marché unos días a la costa andaluza. Al volver, tenía tantas ganas de desconectar que lo primero que hice fue escaparme al campo. Y allí, lo increíble: un gran invernadero ocupaba mi parcela, y varias hileras de tomates y pepinos brotaban donde yo solo quería sentarme a leer.

No necesitaba interrogar a nadie. El cabreo me subió como la espuma. Llamé enseguida a mi amigo Manuel y juntos fuimos a la ferretería. Esa misma tarde bordeamos la finca con una malla bien alta. Se acabaron las confianzas.

Al siguiente fin de semana, Ángeles se plantó en la puerta:
¿Por qué has levantado una valla, María Pilar? Ahora no puedo entrar a cuidar mis plantones. ¿Pretendes encargarte tú de ellos?

Eso ya me pareció el colmo. Sin mediar palabra, desmonté el invernadero y lancé sus materiales al otro lado. Desde entonces, Ángeles ni me saluda ni se atreve a plantar un solo clavel en mi terreno. La paz por fin volvió a mi pequeño rincón segoviano.

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MagistrUm
Han pasado dos semanas desde la última vez que fui a mi casita del jardín y, al volver, me encuentro con que los vecinos han montado un invernadero en mi terreno y han plantado pepinos y tomates Soy dueño de un pequeño terreno a las afueras de la ciudad. No planto nada, solo voy para relajarme en mi tiempo libre; no quiero gastar mi energía en cuidar un huerto. He puesto allí una barbacoa, un cenador para sentarme y resguardarme de la lluvia, y mi próximo plan era instalar una valla alrededor de la parcela. Así que fui allí para asar unas salchichas y desconectar del bullicio de la ciudad. Mis vecinos eran normales, no molestos ni demasiado habladores, salvo una vecina que a veces me sacaba de quicio. Siempre se preguntaba cómo podía yo vivir sin plantas. En su parcela, al otro lado de la calle, todo estaba repleto de brotes y flores, a los que dedicaba días enteros. Como de momento no había valla entre nuestros terrenos, mi vecina se sentía libre para entrar en el mío sin cortarse un pelo. Sinceramente, eso no me gustaba nada. A veces llegaba y la veía curioseando por allí, inspeccionando todo. Le pregunté: – ¿Pasa algo? – No, solo miraba dónde podría plantar unas cebollas. Tienes tanto espacio sin nada… Creo que podría plantar algo, ¿no te importaría? Me pilló tan de sorpresa que no supe qué contestar. No quería ser borde, así que tras pensarlo un poco, respondí: – Puedes plantar en un bancal. Luego no me hizo ninguna gracia haber accedido; estuvo toda la tarde revoloteando por mi terreno y no me dejó relajarme, su presencia me estresaba. Al poco, me fui de vacaciones al mar. Al volver, lo primero que hice fue ir al terreno el fin de semana. Y cuál fue mi sorpresa al encontrarme un invernadero y varios bancales con pepinos y tomates en mi parcela. Sabía perfectamente quién lo había hecho, no necesitaba preguntar. Me enfadé y decidí actuar. Le pedí ayuda a un amigo, fuimos esa misma tarde al Leroy Merlin y pusimos una valla de malla alrededor. Ahora la vecina ya no puede campar a sus anchas ni hacer lo que le venga en gana en mi terreno. El fin de semana siguiente vino y me preguntó: – ¿Por qué has puesto una valla? Ahora no puedo acceder a mis plantones. ¿Es que piensas cuidarlos tú? Eso ya me pareció el colmo; por la tarde desmonté el invernadero y le lancé los materiales por encima de la valla. Desde entonces, ni me ha vuelto a saludar.