Hace dos años que no hablo con mi hija. Hace un año, Elena dejó de contestar mis llamadas de repente.
No escucho la voz de mi hija desde entonces. Elena publica fotos en las redes, habla con sus amigos, vive su vida. Pero a mí no me llama ni me escribe. Elena ya es una mujer adulta, tiene una hija de dos años y un marido, viven en su propio piso en Madrid. Siempre he sido estricta, conmigo y con los demás. Elena no fue una excepción.
Ser padre significa ser exigente. Quería que Elena estudiase bien, que ayudase en casa, que se cuidase. Incluso ahora, que tiene su propia familia, no puedo ignorar sus fallos. Cuando iba a visitarla, no podía evitar fijarme en el desorden: ropa tirada, platos sin lavar, los armarios hechos un caos. «¿Cómo se puede vivir así?», le preguntaba, mientras recolocaba su ropa en los cajones. Ella suspiraba, como una adolescente, y empezaba a limpiar solo para que dejase de regañarla.
Su hija crece en un cuarto descuidado, los platos se acumulan en el fregadero semanas enteras, y su marido, en mi opinión, es un completo inútil. ¿Quién, si no su madre, le va a decir la verdad? Pero hace un año, todo cambió. Elena dejó de contestar al teléfono sin aviso. La noche anterior, le había contado que la hija de mi sobrina ya leía con solo tres años. Elena frunció el ceño y me preguntó por qué comparaba a su niña con otras.
¿Cómo no comparar si la diferencia es tan clara? Fue nuestra última conversación. Más tarde supe que cambió la cerradura de su casa y no quiere verme. Pensé que era un enfado pasajero. Que Elena recapacitaría, vendría y se disculparía. Pero el tiempo pasaba, y ella seguía en silencio.
En agosto fue mi cumpleaños. Esperé al menos un mensaje, pero Elena ni siquiera se acordó de su madre. Al día siguiente, sin poder contener la rabia, la llamé desde un número desconocido. «Si no quieres saber nada de mí —le dije—, ¡lárgate de mi piso!»
La cuestión es que, seis años atrás, antes de su boda, registré el piso a su nombre. Su marido ganaba una miseria y quise ayudar a la familia —tenía la posibilidad de hacerlo. Pero ahora que me ha borrado de su vida, ¡que busque otro lugar donde vivir! Elena respondió fría: todos los papeles están firmados, el piso es suyo por ley, y nadie puede echarla.
¿Acaso no tengo razón? Si es tan independiente, que lo demuestre yéndose de mi casa. Yo le di todo, y a cambio solo recibí vacío. El corazón me duele, pero no puedo perdonar su traición.