Querido diario,
Han pasado cuarenta años y, aun así, sigo pensando en él. Decidí buscarlo.
Lo encontré después de tanto tiempo, por casualidad, navegando entre una receta de tarta de manzana y un anuncio de crema antiedad. Allí estaba su nombre completo y, al lado, una foto: pelo canoso, gafas, una sonrisa que reconocí al instante.
Me quedé paralizada. El corazón latió con más fuerza, como si el cuerpo recordara algo que la mente no se atrevía a nombrar. Di click. Era el perfil de un artista, una pequeña galería en el Barrio de las Letras de Madrid, imágenes de paisajes, puertas viejas, una mujer en la ventana. Bajo una de ellas, una frase: «El otoño recuerda más que el verano».
Sabía que era él. Juan. Mi Juan de tantos años atrás, aquel que amé en silencio durante toda la secundaria y mucho después. Tras el examen de acceso a la universidad se marchó; yo me quedé.
La vida siguió su curso: matrimonio, hijos, divorcio, una larga quietud y rutina. Pero ese sentimiento nunca se apagó del todo; se había escondido profundo, como una carta guardada en un cajón.
Sin pensarlo mucho escribí:
No sé si me recuerdas. Yo sí lo hago. Si te apetece tomar un té, estaré en Madrid.
Ese mismo día me contestó:
Te recuerdo. Y el té lo tomo siempre después de las cuatro. La dirección la verás en mi web.
Compré el billete de tren (20, por suerte), empaqué una pequeña mochila, un suéter abrigado y aquella vieja carta que nunca envié. En el vagón miraba los árboles que pasaban dorados, rojizos, cubiertos de escarcha y sentía algo extraño: como si el tiempo retrocediera y volviera a ser una joven de dieciocho años.
Bajé en la estación de Atocha y, por primera vez en mucho tiempo, sentí que algo verdaderamente importante estaba a punto de suceder. No sabía qué, pero no quería perderlo.
Su estudio estaba en una calle estrecha del Barrio de las Letras. Escaleras antiguas, una puerta pesada con una ventanita de cristal y, sobre ella, una placa de latón: «Juan M. Estudio de pintura». Mi corazón dio un vuelco cuando llamé. Un silencio breve, luego escuché su voz conocida:
Abierto.
Entré. El interior era distinto a lo que imaginaba, pero exactamente como debía ser: aroma a trementina, penumbra, luz natural que entraba por una gran ventana, lienzos apoyados en las paredes, un cubo de pinceles, una taza con café a medio terminar. Juan estaba de espaldas al caballete; se volvió lentamente, como si supiera que yo acababa de entrar. Sonrió no de par en par, sino con la mirada.
No has cambiado dijo, aunque no era verdad. En su voz no había falsedad.
Tú tampoco respondí.
Me invitó a un sillón viejo y cómodo, puso agua para el té y empezamos a conversar. Al principio de cualquier cosa: trenes, atascos, cómo Madrid se vuelve más bella en otoño. Después de todo: los años que había vivido, mi propia vida, la pérdida de seres queridos, la soledad que nos rodea a pesar de la gente a nuestro alrededor.
En la mesa olía a pan recién horneado. En las tazas subía el vapor del té con clavos de olor. Por la ventana entraba una luz dorada y suave. El silencio era tal que escuchaba mi propia respiración.
¿Piensas a veces en aquel verano? preguntó de repente.
Todo el tiempo conteste antes de poder detenerme.
Durante dos días fuimos inseparables. Paseamos por el Retiro, comimos bocadillos en la Plaza Mayor, reímos de esas cosas que solo quien recuerda el sabor de una soda de limón en botella de vidrio y el timbre de la campana que señalaba el comienzo de la clase puede comprender.
No me preguntó cuánto tiempo había venido. Yo no dije cuándo me marcharía. Era como una burbuja frágil, silenciosa y hermosa y, sin embargo, muy real.
La mañana del tercer día empaqué la mochila y la dejé junto a la puerta. Juan me tendió la taza de té y solo dijo:
No vuelvas todavía.
Pero yo tengo obligaciones, casa
Movió la cabeza.
Todo esperará allí. Pero aquí aquí hay alguien que ya no quiere volver a perderte.
Miré por la ventana los árboles otoñales y pensé: ¿Y si esta vez soy yo quien debe quedarse?
No tomé el tren. La mochila quedó junto a la puerta y yojunto a la ventana, con la taza de té en la mano, en su sillón, en su mundo. Por un momento sintí vergüenza, como si hubiera hecho algo irresponsable o insensato. Ese sentimiento desapareció tan rápido como había llegado.
Me quedé un día más. Luego otro. Y dejé de contar.
En su estudio el tiempo fluía de otra manera. Le ayudaba a ordenar los pigmentos, limpiaba los marcos, le leía en voz alta mientras esbozaba. De pronto descubrí que se puede vivir sencillo, ligero, sin desmenuzar todo en partes.
Por las noches caminábamos por el casco antiguo. Entre la gente, pero cada uno en su espacio. Nadie nos miró raro. Tal vez porque resultaba natural. O tal vez a nadie le importaba si teníamos treinta años o sesenta.
Un día encontré sobre la mesa un pequeño dibujo: yo, sentada junto a la ventana, absorta en la luz. La firma decía: «Otoño que volvió». No dije nada. Sólo toqué el papel con los dedos y sonreí en silencio.
No sé si será para siempre. No planeo nada. No pregunto. Me basta ese instante: que alguien dijo «Quédate» y que lo escuché de verdad.
Esperé cuarenta años para tomar esa decisión. Ahora ya no quiero seguir esperando.






