Hallazgo bajo el roble: cómo dos niños se convirtieron en nuestros hijos

—Ahora tenemos dos hijos nuevos. Los encontré en el bosque, bajo un viejo roble. Los criaremos como si fueran nuestros —la voz de Javier sonaba extrañamente apagada, como si surgiera desde las profundidades del agua.

Isabel se quedó quieta frente a la cocina. El vapor de la olla llenaba la ventana empañada. Entre el cristal borroso, distinguió la figura de su marido cargando dos bultos en brazos.

—¿Qué has dicho? —dejó la taza lentamente sobre la mesa—. ¿Qué niños?

La puerta se abrió de golpe. Javier entró en la cocina, despeinado, con la chaqueta llena de agujas de pino. En sus brazos llevaba a dos niños pequeños, envueltos en una manta de lana raída. Uno apretaba con fuerza un conejo de peluche gastado, mientras el otro dormía.

—Estaban sentados bajo el roble, como si esperaran a alguien —susurró Javier, dejándose caer en una silla—. No había nadie más alrededor. Solo unas huellas de adultos que se perdían hacia el pantano.

Isabel se acercó. Uno de los niños abrió los ojos: oscuros, claros. La frente ardía, pero la mirada era lúcida.

—¿Qué has hecho, Javier? —susurró ella.

En el dormitorio se escuchó un ruido. Lucía, su hija de seis años, asomó por el pasillo, frotándose los ojos. —Mamá, ¿quiénes son?

—Son… —Isabel titubeó.

—Son Martín y Adrián —dijo Javier con firmeza—. A partir de ahora vivirán con nosotros.

Lucía se acercó con cuidado, estirando el cuello. —¿Puedo abrazarlos?

Isabel asintió. Las palabras se le atragantaron.

Los días pasaron en un torbellino de cuidados. Los niños resultaron ser más pequeños que Lucía —unos tres o cuatro años—. Temían los ruidos fuertes, no comían carne, Adrián se escondía tras la cocina de leña y Martín lloraba dormido.

—Deberíais avisar a los servicios sociales —dijo la enfermera Carmen, que había ido a revisarlos—. Quizá alguien los busca.

—Nadie los busca —respondió Javier con dureza—. Las huellas llevaban al pantano. Eso es todo lo que importa.

—La gente murmura, Javier. ¿Para qué más bocas que alimentar? Ya tenéis… —miró a Isabel.

—Termina —la voz de Isabel cortó como un cuchillo—. ¿Qué es lo que ya tenemos?

—No vivís junto al mar —murmuró Carmen, apartando la vista.

Por las noches, Isabel se quedaba junto a la ventana. En la oscuridad, las copas de los pinos se mecían. En la habitación dormían los tres: Lucía abrazaba a los niños como si los protegiera.

—¿No duermes? —Javier rodeó a su mujer por detrás.

—Estoy recordando.

Él supo de qué hablaba. Cuatro años atrás, al mudarse a aquella casa al borde del bosque, habían perdido un hijo. Rápido, casi sin darse cuenta. No hubo más.

—Si tú pudiste cargar con ellos —Isabel se giró hacia él—, entonces yo no puedo dejarlos ir.

No respondió. Miró hacia el bosque, donde bajo el roble había comenzado su nueva historia.

A la semana, los niños dejaron de esconderse. Martín enseñó a Lucía a hacer galletas de arena. Adrián acariciaba al perro del vecino.

—Parecen vuestros —se rió la vecina—. Sobreste, el del hoyuelo en la barbilla. Es tu viva imagen.

Javier no dijo nada. Pero esa noche se sentó con los niños y les contó un cuento. Su voz era suave como el arroyo del bosque.

La casa se llenó de ruido, de quehaceres, pero también de vida.

Pasaron seis años. El otoño tiñó de nuevo el bosque. La hiedra trepaba por las paredes y junto al cobertizo brotó un arbusto de grosellas.

—Otra vez se burlan —dijo Martín dejando caer la mochila—. Dicen que no somos de verdad.

—¿Le diste un puñetazo? —preguntó Lucía.

—Adrián lo hizo. Luego se quedó bajo el árbol hasta el atardecer.

Javier entró sacudiéndose la lluvia de la chaqueta. —¿Otra pelea?

—Le pegué a Pablo Delgado —asintió Martín—. Dijo que no tenemos apellido.

Javier guardó silencio. Cada mañana llevaba a los niños al colegio a través del bosque. En invierno sacaban el coche de la nieve; en primavera se hundían en el barro.

—El colegio os hace fuertes —murmuró.

—No es fortaleza, es crueldad —apareció Isabel—. Duele verlo.

Adrián entró el último, con moretones en los brazos.

—No lo volveré a hacer —susurró.

—Sí lo harás —Javier le posó una mano en la cabeza—. Si te ofenden, defiéndete.

Esa noche fueron al bosque. Bajo la lluvia fina, por los senderos conocidos.

—¿Ves los anillos del árbol? —señaló Javier—. Uno por cada año. La corteza lo protege. Sin ella, moriría.

—¿Yo soy la corteza? —preguntó Adrián.

—Todos lo somos. Y las raíces. Nos sostenemos unos a otros.

En casa, Isabel peinaba el pelo de Lucía.

—Mamá, ¿les quisiste desde el principio?

—No. Primero fue miedo. Luego angustia. Y después entendí: siempre fueron nuestros. Solo nacieron lejos.

—Yo también temí que dejara—Yo también temí que dejarais de quererme —susurró la niña—. Pero ahora no puedo imaginar la vida sin ellos.

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