Hacía un año que mi esposa había fallecido, pero alguien dejaba flores en su tumba cada semana: un día decidí descubrir quién era

Hacía casi un año que enterré a mi esposa. Fue la época más dura de mi vida. Habíamos estado juntos casi una década. Perder a un ser querido deja un vacío en el alma que nada puede llenar.
Desde entonces, creé una nueva tradición cada domingo. Me levantaba temprano, compraba sus flores favoritas crisantemos blancos y claveles rosas y me dirigía al cementerio. Pasaba horas junto a su tumba. Le contaba cómo me había ido la semana, cómo poco a poco mejoraba en el trabajo, cómo había aprendido a hornear sus galletas favoritas como si ella estuviera allí, escuchándome.
A veces no decía nada, solo me sentaba frente a la lápida y recordaba su risa, cómo se arreglaba el pelo, cómo protestaba cuando dejaba calcetines tirados por todas partes. El dolor nunca se iba, pero vivía por su recuerdo.
Hasta que un día ocurrió algo extraño. Llegué una mañana de domingo y ya había un ramo nuevo sobre su tumba. Hermoso, bien arreglado, con las mismas flores que yo solía llevar.
Al principio pensé que sería algún familiar. Más tarde, pregunté con cuidado a su hermana, luego a su madre ninguna había estado allí. Nadie sabía nada. Pero los ramos seguían apareciendo. Semana tras semana.
Empecé a sentirme raro. Celoso. Celoso de mi propia esposa muerta. ¿Quién era esa persona que también la visitaba? ¿Quién la quería tanto como para traerle flores cada siete días?
No soporté la incertidumbre. Decidí llegar al cementerio antes de lo habitual. Me escondí entre unos cipreses al amanecer y esperé.
Y entonces vi algo que destrozó mi vida. Ojalá hubiera sido solo un amante. Pero lo que presencié me partió el alma.
Lo vi junto a la tumba de mi mujer.
Un chico de unos veinte años. Alto, con una chaqueta oscura. Se acercó, dejó el ramo con cuidado, apoyó la mano en la lápida y empezó a llorar. Lágrimas silenciosas, contenidas, de hombre. Se quedó allí mucho rato, luego se agachó y murmuró algo

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Hacía un año que mi esposa había fallecido, pero alguien dejaba flores en su tumba cada semana: un día decidí descubrir quién era