¿Hacer amigos o no?

“¿Amigos o no amigos?”

—¡Papá, no seas así, como un niño! No te estoy pidiendo que te registres en el Ministerio de Tontos, sino en «Compañeros de Clase» —llevaba ya cuarenta minutos Antonio intentando digitalizar la personalidad de su padre y soltarlo como un pececillo en el inmenso océano de las redes sociales. Pero él se resistía.

—¡No quiero nada de eso! —el padre escondía su móvil de botones, al que ya le había llegado el décimo código de activación—. Revolcaos vosotros ahí como sardinas, pero a mí no me molestéis. Ya tengo bastantes vicio—¿para qué quiero uno más?

—Para charlar, papá. Encontrarás a tus compañeros del colegio, del trabajo, del servicio militar…

—¡Dios me libre! —asustado, el padre tiró el móvil por la ventana. Por suerte no se rompió, era solo el primer piso—. ¡La mitad ya están en el otro barrio! Ya tendré tiempo de hablar con ellos.

—Pero la otra mitad sigue viva. Habla con ellos. Si no, aparte de mí y de Luisa, solo conversas con los estafadores del teléfono.

—¡Y al menos ellos me escuchan! Ayer estuve tres horas hablando con la encantadora Elena, de una supuesta oficina de servicios financieros. ¿Sabes lo difícil que lo tienen para ofrecer préstamos después del cierre?

—¿Podrías al menos intentarlo? Una semana. Te prometo que si no te gusta, te dejo en paz.

—Vale. Pero entonces vienes conmigo al fútbol en mayo —puso como condición el padre.

—Ya te dije que ese día estaré en Valencia por trabajo —dijo Antonio desde la calle, buscando el móvil entre los arbustos.

—Dijiste que quizá no irías —asomó el padre por la ventana.

—Quizá. Ya te aviso. Dame cinco minutos, lo organizo todo. Así podrás hablar con el mundo como una persona normal.

El hijo volvió con el móvil y se sentó frente al viejo ordenador.

—Vaya tontería…

—¿Dijiste algo?

—Pues empieza ya, traficante digital.

La idea de «Compañeros de Clase» la había impulsado la mujer de Antonio, cansada de que su suegro llamara en los peores momentos para soltar sus historias interminables. Primero, que le contara sus rollos a otros. Y segundo, a lo mejor así salía menos de casa. Porque estos abuelos siempre acaban desapareciendo. Salen a por pan en oferta y acabas buscándolos por media provincia.

—Estás hablando de mi padre —le recordaba Antonio.

—Pues yo hablo por experiencia —replicaba ella.

Y ahí acababa la discusión.

—Antonio, algún desconocido me pide amistad —llamó esa misma noche el padre, alarmado.

—¡Genial! Acepta y hablad.

—Antonio, es la primera vez que veo esta cara. ¿Cómo sabe de mí? Ni siquiera he entrado en esas redes. ¿Qué clase de descaro es colarse así en la página de otro?

—Rellenamos tus datos: estudios, trabajo, intereses. Quizá fuisteis al mismo colegio…

—Antonio, ¡eso fue hace mil años!

—Pues igual desollabais mamuts juntos. Prueba, igual tenéis temas en común. Ahora déjame, tengo curro.

—Ay, Antonio, menudo lío me has buscado…

La siguiente llamada llegó cuatro días después:

—Antonio, ¿puedes recogerme en la estación?

—¿En la estación? ¿Qué haces ahí a estas horas? —preguntó el hijo, mirando el reloj. Su mujer tenía razón: su padre se estaba convirtiendo en uno de esos abuelos viajeros.

—Llevo cuarenta minutos esperando el maldito autobús. Mejor habría ido andando, pero se me rompió la rueda de la maleta.

—¡No te muevas, ya voy!

—Como si me fuera a ir, si ya tengo mi chófer particular en su carro alemán.

Antonio lo encontró sentado en un banco, impecable: afeitado, planchado, con zapatos nuevos.

—¿De dónde vienes? —preguntó, guardando la maleta.

—De casa de Manolo Jiménez. Vive en Zaragoza —respondió cansado.

—¿Estuviste en Zaragoza? ¡Son cinco horas de viaje! ¿Y quién es ese Manolo? Nunca lo habías mencionado.

Antonio se abrochó el cinturón y arrancó.

—Un amigo. De «Compañeros de Clase»… —el padre miraba por la ventana, pensativo—. Aunque la amistad está en duda. Es del Atlético, y ya sabes qué opino de ese equipo…

—Espera —redujo la velocidad al pasar un badén—. ¿Acabáis de conoceros y ya fuiste a verlo?

—¡Claro! —se extrañó el padre—. No acepto a cualquiera. Hay que ver qué clase de persona es: hablar, mirarle a los ojos, saber qué le importa, cómo vive, a quién vota…

—Papá, la amistad en redes no obliga a eso. Lo puedes descubrir a distancia. De eso se trata.

—¿Y ahora los hijos también se hacen a distancia?

—¿Qué tiene que ver?

—¡Mucho, Antonio! No me relaciono con quien no conozco en persona. Solo gente de confianza. Punto.

—Vale, tranquilo —decidió no presionarlo, no fuera a encerrarse de nuevo—. Pero avísame si vuelves a irte. Necesito saber dónde estás.

—¡Orden recibida! —hizo un gesto de saludo y pidió parar a comprar un móvil con internet.

La siguiente llamada llegó un sábado, durante un viaje de trabajo:

—Me voy a Santander, vuelvo el lunes.

—Papá, no tengo buena cobertura. ¿Dijiste que vas a Santander?

—Tienes buena señal. Allá voy. Tengo un nuevo amigo. Bueno, dos. Resulta que estuvimos en el mismo regimiento, aunque en años distintos. No te preocupes, ya sé pedir taxi con la app.

—¡Papá, estás loco! ¡Quédate en casa! Pronto volveré e iremos al fútbol. ¡No hace falta que viajes! —Antonio entendió que él había abierto esta caja de Pandora, y ahora debía cerrarla.

—Lo siento, Antonio, estamos despegando, no oigo nada. Nos vemos en el fútbol.

***

Días después, Antonio revisó el perfil de su padre. Ya tenía cinco amigos. Uno era de su ciudad, lo cual le aliviaba. Pero una tal Carmen Roldán, completamente desconocida, vivía en Galicia. Un escalofrío le recorrió la espalda.

Al volver a casa, quiso esconderle el pasaporte, pero ya se había escapado a Málaga. Cuando se reencontraron, su padre estaba moreno, con una camisa artesanal y, lo más alarmante, un tatuaje de su equipo de fútbol.

—Me lo hizo Julia, de Sevilla. Buena chica. Nos conocimos en un grupo de aficionados al bricolaje. El sábado viene con su marido. Iremos al fútbol.

—¿Qué Julia? ¿Qué fútbol? —no daba crédito—. ¡Ibas a ir conmigo!

—Pues venid los dos. Aunque a tu mujer le envié solicitud hace tres semanas y aún no responde.

—No puedo, estaré en Valencia…

—Entonces no te quejes. Por cierto, el lunes voy allí. Tengo un nuevo colega. Podemos vernos, tomar algo. Y si quieres, visitamos las fallas.

Su padre era irreconocible. Usaba palabras nuevas, tenía brillo en la mirada.

—Voy a trabajar, no a «tomar algo». Y no conozco a tus amigos.

—Yo tampoco. Igual no caemos bien. El otro día conocí a uno que trabajaba en Hacienda. Casi seguro que es el jefe. Por cierto, en tuAntonio miró su propio perfil, lleno de desconocidos, y por primera vez entendió la emoción de su padre al borrar los límites entre la pantalla y la vida real, así que cerró el portátil, se puso la chaqueta y salió a buscar a ese tal “Juan de Granada” que llevaba años en su lista de amigos sin saber ni cómo había llegado ahí.

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