Hace ya dos años que no hablo con mi hija. Hace un año, Elena dejó de contestar mis llamadas de repente. Publica fotos en las redes, sale con sus amigos, vive su vida… pero a mí ni me llama ni me escribe. Elena es una mujer adulta, tiene una niña de dos años y está casada. Viven en su propio piso en Barcelona. Siempre he sido exigente, conmigo misma y con los demás. Con ella no hice excepciones.
Ser madre es ser exigente. Quería que Elena estudiase bien, ayudase en casa, que se cuidase. Y ahora, aunque tenga su propia familia, no puedo mirar para otro lado cuando comete errores. Iba a visitarla y, sin querer, lo veía todo: la ropa tirada, los platos sin fregar, los armarios hechos un desastre. “¿Cómo puedes vivir así?”, le decía mientras ordenaba sus cosas. Elena suspiraba, como una adolescente, y se ponía a limpiar solo para que yo dejase de regañarla.
Su hija crece en una habitación descuidada, los platos se acumulan en el fregadero durante días, y su marido, en mi opinión, no sirve para nada. ¿Quién, si no su madre, le va a decir la verdad? Pero hace un año todo cambió. Elena dejó de contestar al teléfono de golpe. Justo antes, le había contado que la hija de mi sobrina, con solo tres años, ya sabía leer. Elena frunció el ceño y me preguntó por qué comparaba a su hija con los demás.
¿Cómo no comparar si la diferencia es tan obvia? Aquella fue nuestra última conversación. Después supe que cambió la cerradura del piso y no quiere verme. Pensé que era un enfado pasajero. Que recapacitaría, vendría y se disculparía. Pero el tiempo pasaba y ella seguía en silencio.
En agosto fue mi cumpleaños. Esperé al menos un mensaje, pero ni siquiera se acordó de su madre. Al día siguiente, sin poder contener la rabia, la llamé desde otro número. “Si no quieres hablar conmigo—le dije—, ¡lárgate de mi piso!”
Resulta que, seis años atrás, antes de su boda, puse el piso a su nombre. Su marido ganaba una miseria y quise ayudarles, podía permitírmelo. Pero ahora que me ha borrado de su vida, ¡que busquen otro sitio para vivir! Elena me respondió fría: los papeles están en regla, el piso es legalmente suyo y nadie puede echarla.
¿De verdad estoy equivocada? Si es tan independiente, que lo demuestre mudándose. Le entregué todo y solo recibí vacío. El corazón me duele, pero no puedo perdonar una traición así.