—Habla con él, Lola… ¿O con ella? A lo mejor, mejor conmigo misma.
—Lola, por favor… ¡Se va a matar allí! —la voz de la madre temblaba entre lágrimas.
—Mamá, ¿y eso por qué?
—¡Tú lo sabes! ¡Es que es un crío todavía! —casi gritó Julia Martín.
—Tiene veinticinco. El mes que viene. Un crío… —Lola respiró hondo para no soltar un grito por el teléfono—. Vale. Le llamaré…
Colgó y se mordió el labio.
«Arturito, Arturito… Solo se habla de él. ¿Y yo? Yo soy el personaje secundario, el decorado en el drama de alguien. Lola es mayor, Lola es independiente, Lola no llora, así que no sufre. Nadie me pregunta cómo estoy, qué tal me va…»
—Empezó después de que papá muriera —le contaba Lola a su amiga Laura, removiendo la cucharilla en el café.
—Dolor, estrés, melancolía —asintió Laura—. Pero ya han pasado dos años…
—¡Exacto! Y ella se ha aferrado a él, a Arturo, como a un salvavidas. Su única vida ahora es él. Mamá parece que se ha reiniciado.
—¿Y tú?
—¿Yo? —Lola esbozó una sonrisa irónica—. Yo estoy ahí, pero no cuento. Con mi hermano tiene una conexión especial. Y bueno, si no fuera por esa obsesión enfermiza… Solo es dos años menor que yo, y ella lo trata como si fuera un bebé: lo alimenta, lo arropa, le adivina los pensamientos…
—¿Se parece a tu padre?
—¡Todos se parecían a él! Arturo, las fotos del colegio de papá… menos yo, parece que tengo otro ADN.
Lola tenía veintisiete. Trabajaba en un bufete de abogados, vivía en un piso pequeño en un edificio antiguo cerca de la estación de Tribunal. En el amor… neutro. Tras un par de relaciones fallidas, decidió aparcar el tema y centrarse en sí misma.
Arturo era distinto. Desde pequeño, apático, distraído, nada amigo del esfuerzo. Aprobó el instituto por los pelos y entró en una carrera «sin mates». Papá aún vivía entonces, le echó un sermón, y el chico, aunque a regañadientes, se decidió.
Luego llegó la muerte del padre. Dura, inesperada. Mamá se partió en dos. Enfermó, fue de médico en médico, lágrimas, pastillas, rezos. Casi pierde el trabajo. Y en medio de todo, Arturo, su único consuelo.
El niño-consuelo. Aunque niño ya no era.
Consiguió un trabajo. No aportaba mucho dinero a casa, pero nunca faltaba a la cena, y después, al sofá, al ordenador. Ahí estaba su vida. Pero algo cambió cuando apareció Lucía.
En Nochevieja, Lola fue a casa de su madre. Arturo, con los ojos clavados en el móvil, enviaba mensajes. Sonreía como un tonto, murmuraba cosas sin sentido. Lola lo vio claro: amor. Hasta le dio alegría.
Pero su madre no.
—¡Si lo vieras! —se lamentaba Julia cuando estaban solas en la cocina—. Antes no había quien lo levantara de la cama, y ahora trabaja como un burro. Fines de semana extras, horas extras en la oficina. ¡Todo por Lucía! Todo por el «futuro». Quiere comprarle un anillo, flores, restaurantes… ¡Hasta ahorra! No quiere ir con las manos vacías, dice…
—Mamá, ¿y qué tiene de malo que quiera madurar? —Lola la miraba perpleja—. Siempre lo has querido.
—¡Pero no así! Van a todos lados. ¡Montaña, piragüismo… demasiado riesgo! ¿Y si pasa algo? Me quedaré sola…
—Mamá, no puedes mantenerlo en una burbuja —Lola negó con la cabeza—. Está viviendo. Es normal.
Pasó el tiempo. Lola estaba en un café, con el tenedor en el cocido, cuando el móvil vibró: «Mamá». Respiró hondo y contestó.
—¡No ha dormido en casa, Lola! ¿Entiendes? Se fue con ella, me avisó, pero yo pensaba que no se quedaría…
—Mamá, tiene casi veinticinco años. Es adulto. Es normal que tenga una relación…
—¡Para mí es un niño! No he dormido. Háblale, te lo pido. A mí no me hace caso. A ti sí.
Lola suspiró. Prometió hacerlo. Pero pensó: ¿de verdad vale la pena? Quizás debería hablarle no como una hermana mayor, sino como una adulta a otro adulto. O mejor, no hablar. Que se las arregle solo.
Luego vinieron nuevos dramas. Caballos. Equitación. Catástrofes imaginarias.
—¡Se va a romper el cuello! —lloraba su madre—. ¿Para qué necesita montar? ¡Que monte ella sola!
Después, una excursión. De acampada. Con tienda y senderismo.
—¡Se va a congelar! —gritaba Julia—. ¡Tiene las defensas bajas! ¿Y si hay un oso? ¿O garrapatas? Lola, háblale. ¡Solo a ti te escucha!
—Sabes —se quejó Lola a Laura—, ya no soy su hermana, sino la intermediaria entre dos bandos. Mamá dice: «Dile esto». Él dice: «Dile lo otro». ¡Estoy en medio!
—¿Y si al final se va a vivir con ella? —preguntó Laura pensativa.
—Le dije: cásate y vete. Lejos. Respira. De ella.
Y luego todo se calmó.
Mamá dejó de llamar. No pidió que hablara con él, no se quejó. Lola hasta se preocupó. Llamó ella.
—¿Qué tal, mamá?
—Todo bien, cariño. Pero Arturo y Lucía han cortado. Ella… se enfrió. Ahora sale con otro. Y él lo está pasando mal.
—Ah…
—Está otra vez en casa. Callado. Triste. El ordenador… Pero al menos no bebe. Y está cerca. Sé que soy egoísta, pero me siento en paz. Volvió, Lolita… Tan igual que su padre… Todavía lo quiero. Y cada noche lloro.
Tres meses después, Arturo llamó.
—¿Pasamos a verte con Natalia? Quiero que la conozcas.
Lola rio.
—Venid cuando queráis.
Pero pensó: «Y aquí vamos otra vez. Mamá volverá a volverse loca. A llorar. A llamar. A angustiarse. Y a mí todavía me queda presentar a mi novio…».
A fin de mes, ella y Javier tenían planeado un viaje. A la montaña. Y le daba miedo pensar: ¿qué pasará si mamá se entera?
«Empezará a preocuparse por mí. ¿Y si me caigo del caballo? ¿O me congelo en la tienda? ¿Y si tengo un hijo y ella vuelve a obsesionarse con él?».
Lola se sentó en la cama y, casi en un susurro, dijo:
—Dios mío, qué complicado es todo esto…
Se golpeó la rodilla con el puño y lloró. Porque quería demasiado. A su madre. A su hermano. Y solo deseaba que dejaran de tener tanto miedo. Que amaran sin perderse a sí mismos.
Y quizás esa fuera la clave. No hablar con él, ni con ella. Hablar con una misma. Y darse permiso para ser feliz.