Llegó mi amiga de la infancia, Lucía. Nunca tuvo hijos. Desde joven tomó la decisión de no ser madre; quería vivir para sí misma.
Hoy nos encontramos después de tantos años. Las dos tenemos ya sesenta. Recuerdo que, en cuanto terminamos la universidad, ella hizo las maletas y se marchó de nuestro pequeño pueblo de Castilla hacia Madrid. Al principio nos escribíamos, compartiendo sueños e inquietudes, pero con el tiempo la correspondencia se fue enfriando.
Solo supe de ella a través de conocidos en común: que viaja sin descanso, que no echa raíces en ningún sitio, que ha cambiado de pareja tantas veces que ya he perdido la cuenta. A los cincuenta años ya iba por su tercer marido, pero terminó también separándose de él. Jamás fue madre, y yo nunca entendí del todo el porqué. Al fin y al cabo, la mayoría de mujeres, aunque les vaya mal con el hombre, al menos se quedan con los hijos para después cuidar a los nietos.
Ahora ha vuelto, de paso para vender lo poco que le quedaba aquí, un piso que tenía puesto en alquiler. Nos sentamos a tomar un café en la terraza de la Plaza Mayor y estuvimos poniéndonos al día. Yo le conté sobre mi familia, mis hijos, mis preocupaciones; ella de sus viajes, de sus nuevos amigos, de lugares lejanos.
No pude evitar preguntarle, con esa mezcla de cariño y reproche que dan los años:
Lucía, ¿por qué tu vida tomó ese camino? ¿Por qué nunca tuviste hijos? ¿Ni siquiera por ti, para que el día de mañana alguien te acerque un vaso de agua cuando seas mayor?
Soltó una carcajada que hizo girar la cabeza a los de la mesa de al lado y, mirándome a los ojos, replicó:
¿Un vaso de agua? ¿De verdad crees que tus hijos te lo traerán? Hoy en día los hijos no cuidan a sus padres mayores, Beatriz. Es más fácil ahorrar toda la vida y poder contratar a una buena cuidadora, que estar suplicando y cargando a los hijos con ese peso.
No tuve hijos porque no quise. No me movía el instinto de cuidar, de estar pendiente siempre de alguien, de sufrir y gastar el dinero en otros. Decidí dedicar mi tiempo y mi esfuerzo a mí misma. Quise viajar, conocer mundo, trabajar, ganar mis propios euros. Si mis matrimonios terminaron, fue solo porque no acepté sacrificar eso por ser madre.
Y sigo igual. Disfruto de mi independencia, no tengo que cuidar nietos ni ajustar mi pensión para mantener hijos incapaces de buscarse la vida solos.
No me arrepiento ni un segundo. Al contrario, me da pena la gente que llenó la casa de hijos y hoy pasa las noches acompañándose solo de su tristeza, o peor aún, culpando a esos hijos por haberles dado la espalda o haberse marchado al extranjero. Yo no cargo con ese peso.
Escuché a Lucía y supe que tenía razón. ¿Para qué tener hijos si no nace de verdad? ¿Para qué pasarse la vida preocupada y con la esperanza vana de que algún día me devolverán el favor cuidándome? Cada cual debe decidir su propio camino.







