**Ella volvió**
—Hijo mío…
—Perdóneme, pero no soy su hijo. No me llame así. Me llamo Adrián.
—Adrián… Adriáncito… ¡Hijo!
María Isabel alzó la mirada con tristeza hacia el hombre que estaba frente a ella. Su voz temblaba de esperanza, súplica y desesperación, pero Adrián permaneció en silencio, como si las palabras de María Isabel no le afectaran en absoluto.
—Ya le dije que no me llame así.
—¡Pero soy tu madre! ¡Tu madre de verdad!
—Demasiado tarde te acordaste de eso.
Adrián observaba a la mujer sentada en el banco mientras recordaba su infancia. Los recuerdos eran dolorosos, a pesar de que habían pasado más de treinta años desde la última vez que la vio. ¡Treinta años! Casi media vida, y en todo ese tiempo pensó que jamás volverían a encontrarse. Pero el destino quiso otra cosa.
Dos días antes, Adrián recibió una llamada de un número desconocido. Al principio no quiso contestar, pensando que serían estafadores o un molesto telemarketing. Pero algo en su interior le advirtió que aquella llamada era diferente.
—Dígame —respondió secamente, con tono profesional—. ¿Quién es?
Al otro lado de la línea, solo se escuchaba un susurro y ruido de fondo. Adrián estuvo a punto de cortar cuando, de repente, escuchó una voz femenina temblorosa.
—Soy yo, hola.
—¿Quién eres? —preguntó, confundido, sintiendo un nudo en la garganta—. ¡Habla claro!
Su corazón se detuvo por un instante. Lo invadió una sensación desagradable, un impulso de terminar la conversación antes de que empezara. Pero, conteniéndose, apretó el teléfono con más fuerza.
—Soy yo… tu madre.
La visión de Adrián se nubló. El primer instinto fue colgar y bloquear el número, pero respiró hondo y logró contestar:
—No tengo madre. Se equivocó de número.
Las palabras salieron solas, llenas de emoción. Cortó la llamada y se quedó mirando la pantalla del móvil, intentando ahuyentar los recuerdos que lo asaltaban. Esperaba que aquello no se repitiera, pero se equivocó.
El teléfono vibró de nuevo en su mano. Su madre era insistente, y ya no le cabía duda de que era ella. María Isabel siempre había sido testaruda; si se le metía algo en la cabeza, no paraba hasta conseguirlo.
—Ya le dije todo lo que tenía que decirle —respondió Adrián con firmeza, aunque por dentro hervía de sentimientos encontrados—. No vuelva a llamarme.
—¡Solo pido una reunión! ¡Una sola! ¡Por favor, escúchame!
—¿De dónde sacó mi número? —preguntó, usando el «usted» como si hablara con una desconocida. Así la veía: una extraña. Hacía mucho que la había borrado de su vida.
—Me lo dio tu tía Rosa, mi hermana.
Adrián frunció el ceño. ¡Claro! María Isabel siempre lograba salirse con la suya. Rosa jamás le habría dado su número, pero su hermana debió presionarla tanto que al final cedió. ¡Qué pesada!
—No quiero verla —dijo Adrián—. No entiendo para qué.
—¡Para mí es importante! —insistió la mujer—. ¡Solo una reunión, hijo!
Al final, Adrián aceptó. Sabía que, si se negaba, ella aparecería en su casa, acosaría a sus hijos o a su esposa. No podía permitirlo. Era más fácil perder media hora que lidiar con su persecución.
María Isabel había desaparecido de su vida cuando Adrián tenía nueve años. Durante meses, el niño esperó su regreso, pasando horas mirando por la ventana de la cocina de su tía Rosa, sin comer ni jugar. Su tía le regañaba, intentando hacerle entender la realidad, pero él seguía convencido de que su madre volvería.
—¡Ella regresará! —gritaba, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano—. ¡Es mi madre! ¡Me quiere!
—Adrián, tu madre solo se quiere a sí misma. Algún día lo entenderás.
Por entonces, Adrián odiaba a su tía. Pensaba que ella había alejado a su madre. Pero, años más tarde, le agradecería todo lo que Rosa hizo por él. Siempre le había dicho la verdad sobre María Isabel, por dura que fuera.
María había sido una mujer hermosa y segura de sí misma desde joven. Sabía lo que valía, encandilaba a los hombres, pero solo se acercaba a los que le convenían. Uno de ellos fue el padre de Adrián.
Fernando Alejandro era un hombre casado, con dos hijos, una esposa que lo adoraba y una buena posición. Nada de eso detuvo a María, de veinticinco años, en su objetivo. El dinero y las conexiones de Fernando lo hacían aún más atractivo.
La diferencia de edad (treinta años) tampoco le importó. Fernando estaba perdidamente enamorado y hacía lo posible por parecer más joven. La colmó de atenciones, regalos y, sobre todo, dinero. Le alquiló un piso y así ella pudo dejar atrás la casa de su hermana.
—No se construye felicidad sobre el dolor ajeno —le advirtió Rosa, pero María se encogió de hombros.
—¡Qué sabrás tú de la vida! —replicó—. Ni siquiera pudiste conservar a tu marido.
Para asegurarse de que Fernando no la dejara, María tomó una decisión: quedarse embarazada. Le dijo que abortaría y lo dejaría si no se divorciaba. Él, nervioso y ansioso, preparó el terreno para hablar con su esposa… y murió de un infarto antes de hacerlo.
—¡Lo odio! —gritaba María, mordiéndose los labios. Rosa nunca supo si hablaba de Fernando o del hijo que llevaba dentro.
Adrián creció sin amor. Su madre lo veía como un estorbo, algo que se interponía en su vida. Lo reprendía por cualquier cosa y, a menudo, simplemente lo ignoraba. Esos días eran los peores: Adrián se sentía invisible. Lloraba en silencio, intentaba llamar su atención, incluso fingía estar enfermo. Nada funcionaba.
Luego llegó Vicente. Divorciado, con dinero y promesas de matrimonio. A Adrián lo llamaba «chaval», lo golpeaba y lo educaba a su manera.
—Te levantas a las seis, luego ducha fría y ejercicio. Desayuno a las seis cuarenta. A las siete, listo para el colegio. Después, clases de kárate.
—¡No quiero hacer kárate! —protestó Adrián, recibiendo una bofetada al instante.
¡Cómo odiaba a ese hombre! El día que su madre descubrió sus infidelidades (nunca se casaron), Adrián casi celebró. María Isabel lloró, maldijo a Vicente y juró no volver a enamorarse.
Un año de calma… hasta que apareció Jack, un investigador estadounidense que estudiaba la historia del español. Se conocieron en un museo, donde una amiga la había arrastrado.
En una semana, Jack ya era su nuevo amor. Un mes después, le propuso irse con él a Estados Unidos. Ella aceptó, pero con una condición: no llevaría a Adrián.
—Tendrás hijos míos —dijo Jack. María no lo dudó.
En aquel entonces, España pasaba por dificultades económicas, y la vida en el extranjero parecía un sueño. Rápidamente, empacó sus cosas, dejó a Adrián con su tía Rosa y se despidió con prisas, prometiéndole volver en unos meses.
Adrián tenía nueve años. Siguió esperándola, convencido de que regresaría. Por dura que fuera, ella era su madre. Pero nadie volvió por él.
Años más tarde, supo por Rosa que María Isabel había regresado de EE.Años más tarde, tras negarle su ayuda, Adrián sintió por fin la paz de saber que había cerrado para siempre ese capítulo de su vida.