La madre gritaba: «¡Me has traicionado!», mientras el padre simplemente desaparecía.
Lucía dormía profundamente cuando el silencio fue roto por el timbre del teléfono. Agarró el auricular con el corazón ya latiendo con fuerza en su pecho.
—¡Lucía! —La voz de su madre temblaba de desesperación—. ¡Ven ahora mismo!
—Mamá, ¿qué pasa? —Lucía despertó por completo, intentando calmar su ansiedad—. ¿Otra pelea con papá? ¡Lleváis así toda la vida, arregladlo vosotros solos!
—¡No hay nadie con quien arreglarlo! —gritó su madre, y su voz se quebró—. ¡Ya no tienes padre!
—Mamá… ¿Papá ha…? —Lucía se quedó inmóvil, sintiendo cómo la sangre se helaba en sus venas.
—¡Ven y lo verás con tus propios ojos! —espetó su madre—. ¡Esto no se cuenta por teléfono!
—¿Qué voy a ver? —Lucía casi gritó de confusión.
—¡Ven! —Su madre colgó.
Temblando, Lucía empezó a prepararse. Corrió hacia la casa de sus padres en las afueras de Toledo, incapaz de imaginar lo que la esperaba.
—¡Lucía! ¡Ven! —La voz de su madre resonaba como una campana de alarma.
—¿Otra vez? —murmuró Lucía, frotándose los ojos con sueño.
—¿Otra vez? ¡Yo estoy al borde del abismo y tú preguntando tonterías! —Su madre casi sollozaba.
—Mamá, es sábado, las siete de la mañana —intentó hablar con calma, pero la angustia crecía dentro de ella—. Tengo planes, los niños, mi marido. Explícame qué pasa o no iré.
—¿No vendrás? —Su madre respiró hondo, indignada—. ¡No te importo nada! ¡Ni siquiera mi dolor!
—Mamá, tú y papá lleváis peleando toda la vida —cortó Lucía—. Estoy harta de ser vuestra mediadora.
—¡Ya no tienes padre! —gritó su madre antes de que la llamada se cortara.
—¿Qué ocurre? —gruñó su marido, Andrés, dándose la vuelta en la cama.
—Parece serio —respondió Lucía en voz baja, todavía oyendo el eco de las palabras de su madre—. Tengo que ir.
—¡Son insoportables! —estalló Andrés—. ¿Tu madre no entiende que tienes tu propia familia?
—Andrés, no empieces. No se elige a los padres —suspiró Lucía—. Tengo que ir. Lo siento, pero tendrás que cuidar de los niños solo.
—Como si fuera la primera vez —refunfuñó él—. Dile a tu madre que si vuelve a llamar así, pediré el divorcio.
Lucía levantó las cejas, sorprendida:
—¿En serio?
—No, claro —sonrió Andrés—. Pero que se asuste. Quizá así entienda.
—No lo hará —negó con la cabeza Lucía mientras se preparaba.
Desde que tenía memoria, en la casa de sus padres nunca hubo paz. Su madre, Carmen García, siempre gritaba, mientras su padre, Javier Martín, callaba, apretando los labios hasta convertirlos en una línea fina. Parecía inmune a sus ataques, pero Lucía sabía que hervía por dentro.
Las peleas empezaron cuando ella aún estaba en el instituto. Primero eran esporádicas, luego diarias. Su madre, con una voz que resonaba como un altavoz, armaba escándalos que se oían en todo el bloque. Hasta los vecinos que tomaban el sol en el banco movían la cabeza: «Pobre hombre, cómo aguanta».
Nadie preguntaba cómo lo llevaba Lucía, su hija. Desde fuera, la familia parecía perfecta: su padre dirigía un departamento en la universidad, ganaba bien; su madre se quedaba en casa, ocupándose de la familia. Pero «ocuparse» era mucho decir. Carmen mandaba a todos: a su marido, a Lucía, incluso a la asistenta que su padre contrató para que dejara de quejarse. Esperaba que así su madre se calmaría. Fue en vano.
Carmen seguía peleando, sin importarle quién la escuchara. Para ella, Lucía era como un mueble más; sus sentimientos no contaban. La niña soñaba con huir de allí. Y lo hizo. Estudió en la universidad de Toledo, se mudó y apenas visitaba a sus padres. Pero cada regreso era igual: gritos y reproches.
Una vez, Lucía escuchó a su padre, cansado de otra discusión, rugir: «¿Qué más quieres, Carmen? ¿Que te traiga la luna?». Su madre se quedó muda, sorprendida por su atrevimiento, y luego… calló. Por poco tiempo.
En la boda de Lucía, su madre superó sus propios límites. Tiraba de su padre, lo corregía, y cuando el presentador le pidió un brindis, saltó: «¡Yo lo haré! A él no se le puede confiar nada importante». Los invitados se miraron, y Lucía murió de vergüenza.
Tras la boda, su padre le regaló en secreto un piso en Toledo y le hizo jurar no decírselo a su madre. Lucía guardó el secreto, solo se lo contó a Andrés. «¡Vaya! —se sorprendió él—. Espero que nosotros no tengamos secretos así». «No los tendremos —sonrió Lucía—. Como mi padre, no soporto los gritos».
Estos recuerdos la asaltaron en el camino. Se preparaba para más quejas, imaginaba la mirada cansada de su padre. Pero la realidad fue peor.
Su madre abrió la puerta, histérica: «¡Le di todo: juventud, vida! ¡Y él, ingrato!».
—Mamá, ¿qué le pasa a papá? —Lucía la agarró de los hombros.
—¡Tu padre se ha escapado esta noche! —escupió Carmen, las lágrimas cayendo sin control.
—¿Cómo que se ha escapado? —Lucía sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies.
—Se acostó, y esta mañana ya no estaba. ¡Se llevó sus cosas y se fue!
—¿Has llamado?
—¡Claro! ¡No contesta! ¡Llama tú, conmigo no quiere hablar!
Lucía marcó el número. Su padre respondió al instante, tranquilo: «Sé lo que vas a preguntar. Me merezco no ver a tu madre nunca más. Estoy en la casa de campo de un amigo. Si necesitas algo, aquí estoy».
—Papá, ¿dónde estás? —preguntó Lucía, sintiendo la mirada ardiente de su madre.
—En la casa de campo. Por ahora. Ya veremos. ¿Entendido?
—Entendido —susurró Lucía.
—¿Qué has acordado con él? —chilló su madre—. ¡Con un traidor!
—¡Basta, mamá! Papá no es un traidor. Está harto de tus dramas.
—¿Eso te ha dicho él?
—No, lo digo yo. Está en la casa de un amigo. Volverá, no te preocupes.
No volvió. Su madre descubrió la ubicación y fue allí. Golpeó la puerta, gritó, pero nadie abrió. Llamó una y otra vez, sin respuesta. Intentó averiguar si había otra mujer. Al confirmar que no, se sintió más ofendida: «¿Cómo se atreve a dejarme así? ¿Soy una basura?».
Un día, Lucía estalló: «Mamá, no quiere tu perdón. No se divorcia, te sigue mandando dinero, no te reclama nada. Solo quiere paz. Ya ha sufrido bastante».
—¿Él ha sufrido? —aulló su madre—. ¡Yo llevo años aguantando!
Y lloró. Por primera vez, Lucía la vio rota, indefensa. Parecía haber entendido que todo había terminado.
El final fue triste. Dos añosDos años después, su padre murió, y su último mensaje fue: “Entiérrame lejos de ella”, pero su madre, al enterarse, solo rió con amargura antes de caer enferma y susurrar, en sus últimos días: “Solo quería que me quisiera”.