Una gran noticia
Lucía se apresuraba hacia casa. Tenía una buena noticia para su marido, no solo buena, sino estupenda. Había que celebrarlo. De camino, entró en una tienda y compró una botella de vino. Prepararía la cena, brindarían… Soñaba Lucía.
—¡Javier, ya estoy en casa! —gritó al entrar en el pequeño piso. No hacía falta alzar la voz, desde cualquier rincón se escuchaba el chasquido de la cerradura. Pero la alegría la desbordaba y no podía contenerse.
Javier salió a su encuentro con pereza.
—¡Tengo una noticia increíble! Enseguida preparo la cena, nos sentamos y lo celebramos. Hasta compré vino. Mira.— Lucía sacó la botella de la bolsa sin notar la mirada tensa de su marido.— Llévala a la cocina, que yo me cambio.— Pasó junto a él hacia el armario, abrió la puerta y se cambió tras ella como si fuera un biombo. Se puso una bata corta que a Javier le gustaba, se arregló el pelo y cerró el armario.
Javier estaba sentado frente al televisor, con el sonido apagado, mirando al vacío. Lucía se acercó.
—¿Qué pasa? ¿Otra vez está mal tu madre? —preguntó con cuidado.
Él no respondió. Lucía se sentó a su lado y cubrió su mano con la suya.
—Pase lo que pase, lo superaremos. Me han dado… —No terminó la frase. Javier retiró su mano y se levantó bruscamente del sofá.— Bueno, ya me lo contarás. Voy a preparar la cena.
Mientras freía patatas, Lucía se consumía por la incertidumbre. Sabía que insistir era inútil. La alegría se había esfumado. Lo del vino había sido mala idea. Pero cómo iba a saberlo…
Llevaban casados año y medio. Él trabajaba en una gran constructora, y Lucía terminaba su trabajo de fin de carrera. Vivían del sueldo de Javier, así que alquilaron un piso pequeño, suficiente por entonces.
Parte de su sueldo lo enviaba a su madre, que vivía en otra ciudad y estaba enferma a menudo. Los medicamentos costaban mucho. Cuando Lucía se graduó y encontró trabajo, empezaron incluso a ahorrar para un piso, aunque al ritmo que llevaban nunca tendrían suficiente.
Soñaban por las noches con montar su propia empresa algún día. Javier diseñaría casas y Lucía les daría el toque final, ocupándose del diseño interior. Pero para eso necesitaban experiencia. Nadie contrataría a una empresa desconocida. Necesitaban referencias. Entonces comprarían un piso grande, tendrían hijos…
Pero por ahora a Lucía solo le encargaban proyectos menores, aburridos, donde no podía demostrar su talento. Aun así, trabajaba con ahínco, aunque no le pagaran mucho. Creía que, tarde o temprano, la notarían y le darían un proyecto importante donde brillar. Entonces lo tendrían todo: el piso que decoraría a su gusto, un coche, muebles…
Justo ese día, su jefe la llamó y le dijo que le encargaría un proyecto serio: reformar y amueblar un piso. Una mujer adinerada quería regalárselo a su hijo para su boda, que era en un mes. Lucía quedaba liberada de otros proyectos para centrarse en ese. Habría un pago extra por la urgencia.
Estaba segura de que lo haría bien. Tenía mil ideas en la cabeza, lo haría como si fuera para ella. Ya imaginaba ese piso: un refugio acogedor para los recién casados. Fue a verlo enseguida. La recibió una mujer elegante, vestida con refinamiento. Olía a dinero. La clienta le mostró el piso, le explicó sus deseos y le pidió que no escatimara.
Acordaron que Lucía haría un boceto con la distribución, materiales y estilo, y que Isabel Martínez (así se llamaba la clienta) contrataría a los obreros. Si el proyecto gustaba, comenzarían enseguida.
Por eso Lucía corría a compartir la buena noticia con Javier. Pero la botella de vino quedó intacta. La guardó en la nevera. Tras una cena en silencio, se sentó al ordenador. El trabajo fluyó, y se olvidó de todo hasta que Javier se sentó a su lado.
—Deja eso. Tengo que decirte algo… —empezó él.
—Dime.— Lucía giró hacia él la silla.
—Me han despedido.— Las palabras salieron a rastras, sin mirarla.
—¿Cómo? ¿Por qué? —exclamó sobresaltada.
—Había mucho lío en el trabajo, la empresa aceptó un proyecto nuevo y urgente… Me presionaban sin parar. El jefe me puso contra las cuerdas: “Date prisa, los plazos vuelan”. Al final, me equivoqué en los cálculos. Lo noté cuando ya habían empezado a construir. Quise corregirlo, pero me echaron.
—No pasa nada, lo superaremos. Yo quería decirte que me han dado…
—No es todo.— Javier se levantó y empezó a pasearse como un oso herido en una jaula.— Tengo que devolver dinero. En el contrato pone…
—¿Cuánto? —preguntó Lucía con la voz apagada.
—Mucho. No tenemos tanto. Pero pediré un crédito. Eso sí, no podré ayudar a mi madre.
—¿Un crédito? Con esos intereses… Mejor pedir prestado a amigos…
—No seas ingenua, Luci. ¿Qué amigos? Los amigos existen cuando todo va bien. Pide dinero y verás quién lo es.— La voz de Javier subió de tono.
—¿Ya lo has intentado? —adivinó Lucía.— Yo tengo amigas. Podría…
—Anda, inténtalo. Yo, por lo visto, no tengo amigos.— Javier se marchó a la cocina.
Lucía pensó en quién podría ayudarles. Tomó el teléfono y marcó el número de su antigua amiga del instituto, Nuria. La última vez que se vieron, Nuria presumía de haberse casado con un empresario adinerado. Vivían en una casa enorme, en el barrio más exclusivo, y viajaban al extranjero varias veces al año.
Nuria respondió casi al instante.
—Soy Lucía Ruiz, eh… Álvarez… —Al oír que Nuria la recordaba y se alegraba de su llamada, Lucía fue directa.— Nuria, necesito tu ayuda. ¿Podemos vernos?… Ah, no estás en la ciudad… Bueno, te lo digo por teléfono. Necesito dinero urgente… —Miró la pantalla, pensando que se había cortado, porque Nuria callaba. Iba a colgar cuando su amiga habló.
—Lo siento. No puedo ayudarte. El dinero es de mi marido, no mío. Él me da para mis cosas, pero lo importante lo compra él. Y además tiene todo invertido. Ni siquiera le pediré. Hace poco quise mandar a mi madre a un balneario, y se puso como un loco. Dijo que no iba a mantener a mis parientes y amigos. Lo siento.— Su voz sonaba genuinamente triste.
Sí, los ricos tienen sus problemas. Dinero hay, pero duele soltarlo. Lucía se despidió. Nada, llamaría a Vero. Ella seguro que tenía dinero, estaba ahorrando para un piso. Vero era modista, con clientes adinerados que pagaban bien. Lucía la convencería de ayudarlos, prometería devolverlo en un mes.
—¿Hola, Vero? Soy Lucía… No, no quiero que me hagas nada. Necesito hablar contigo. ¿Quedamos?… ¿Estás ocupada?… Vale. Bueno, necesito dinero… ¿Ya? Me alegro por ti. Perdona…
Vaya, resulta que Vero ya había comprado el piso. Los invitaba a la fiesta de inauguración, aunque aún no tenía muebles. «Bueno, mañana hablaré con mis compañeras. En el peor caso, pedireLucía respiró hondo, cerró los ojos y decidió que, aunque el dolor era profundo, su futuro estaba lleno de posibilidades, y nada la detendría.