Mi marido y su madre tienen un gran apartamento de cuatro habitaciones en un edificio histórico del centro de Madrid. Con su madre vive también su hermana mayor, ambas viudas desde hace años. El piso es amplio, con techos altos, ventanales grandes y suelos de madera que crujen al pisarlos. La casa fue construida a principios del siglo pasado y conserva ese aire especial del Madrid antiguo: molduras en los techos, puertas macizas, radiadores de hierro fundido. A pesar de su belleza, necesita reformas: la fontanería está anticuada, la electricidad es poco fiable en algunas zonas y en invierno hace frío porque la calefacción no siempre funciona bien.
Vivimos separados, mi marido y yo, en nuestro modesto piso de dos dormitorios en Carabanchel. Tenemos nuestra propia vida, trabajo y planes, pero su madre nos invita a menudo, sobre todo en reuniones familiares. Es muy hospitalaria, le encanta cocinar y preparar banquetes: cocido madrileño, croquetas, tortilla de patatas… todo como manda la tradición. Su hermana, la tía Carmen, habla poco pero siempre ayuda en la cocina. Las dos se complementan: la madre de mi marido es el alma de la fiesta, mientras que la tía Carmen es tranquila y prudente.
Pero hay un problema que me preocupa. La madre de mi marido y la tía Carmen ya no son jóvenes, ambas pasan de los setenta. Por ahora se las arreglan solas, pero noto que les cuesta más. Limpiar un piso tan grande es un suplicio, e ir a comprar se ha convertido en una odisea. Mi marido a veces las ayuda con arreglos o las lleva a su casa en la sierra, pero no siempre tenemos tiempo para estar con ellas. Les sugerí contratar a una asistente, pero su madre se negó rotundamente: “Nosotras podemos solas, ¡no queremos extraños en casa!”.
Hace poco me enteré de que van a reformar su edificio. Esto es a la vez bueno y malo. Bueno porque el lugar necesita renovación: el ascensor se avería cada mes, el tejado gotea y la fachada está descuidada. Malo porque durante las obras quizá deban mudarse temporalmente. Y ahí surge la pregunta: ¿adónde? No tienen otra vivienda, y en nuestro piso no cabrían. Mi marido dice que podríamos alquilar algo cerca, pero veo cómo a su madre le angustia solo pensarlo. Para ella, esa casa no son solo paredes, son recuerdos, historia, toda su vida.
Intento encontrar una solución. Quizá convencerlas de vender ese piso y comprar algo más pequeño en un edificio moderno, sin tuberías viejas ni frío en invierno. Pero sé que su madre jamás aceptará. Dice: “Este piso lo heredamos de nuestros padres, aquí crecieron nuestros hijos, y quiero quedarme hasta el final”. La tía Carmen asiente en silencio, apoyando a su hermana.
A veces pienso que quizá deberíamos mudarnos nosotras con ellas. El piso es grande, hay espacio para todos. Pero eso implicaría cambiar por completo nuestro estilo de vida: estoy acostumbrada a mi independencia, a mi pequeño nido donde todo está a nuestro gusto. Además, no sé cómo nos llevaríamos viviendo juntos—diferentes generaciones, distintas costumbres. Mi marido lo toma a broma: “No nos precipitemos, ya veremos”. Pero siento que tarde o temprano habrá que afrontarlo.
Por ahora, intentamos visitarlas más y ayudar en lo que podemos. Le compré a su madre una tetera eléctrica para que no tuviera que usar el gas, y a la tía Carmen le regalé una manta calentita—le gusta leer junto a la ventana. Pero sé que son soluciones temporales. Hay que decidir algo sobre su vivienda, su comodidad y seguridad. Quizá alguien que haya pasado por algo parecido pueda aconsejarme. ¿Cómo encontrar el equilibrio entre respetar sus deseos y velar por su bienestar?