**Diario de una Madre: Un Milagro Llamado Familia**
—Mamá, ¿cuándo me regalará un papá el hada? —preguntó un día mi hija, mirándome con esos grandes ojos llenos de una esperanza que me partía el alma. Siempre jugábamos a inventar cuentos mágicos, dibujando mundos de fantasía. Aquella tarde, sacó de una caja un dibujo donde una niña hablaba con un hombre diminuto. Después, encontró otro: la misma niña haciendo ejercicios, riendo bajo el sol.
—¡Así haré yo mis estiramientos, y luego me mojaré con agua fresca, mamá! —dijo, radiante de felicidad, antes de dormirse tranquila.
Esa noche, me quedé pensando en lo impredecible que puede ser la vida. Pero mejor empiezo por el principio.
Hace años, entré en la facultad de Pedagogía junto a mi mejor amiga, Clara. Éramos inseparables: noches de estudio, risas, sueños compartidos. Al graduarnos, ambas empezamos a trabajar en colegios. Clara, además, ilustraba cuentos infantiles—tenía un talento extraordinario. Tanto, que una editorial extranjera la descubrió y le ofreció un contrato en Estados Unidos. Se marchó durante tres largos años, pero mantuvimos el contacto: llamadas, cartas, añoranza.
Cuando volvió a Madrid, no venía sola. Traía consigo a una niña pequeña, su hija. Del padre nunca habló. Sus padres ya no estaban, así que crió a la pequeña sola, con toda su fuerza. Yo intentaba ayudarla en lo que podía. Lucía era una niña llena de luz. Clara dibujaba sin cesar—retratos de su hija como estudiante, adolescente, mujer… Me fascinaba su clarividencia.
—¿Cómo sabes cómo será? —le preguntaba.
—Ya lo verás —respondía, misteriosa.
Pero la alegría duró poco. Cuando Lucía cumplió dos años, el corazón de Clara dijo basta. Los años en Estados Unidos habían agravado sus problemas de salud, y una mañana, simplemente se fue.
Inmediatamente, inicié los trámites de adopción. Mi único miedo era que se la llevaran unos desconocidos. Temía llegar tarde, pero, por suerte, lo logré. Desde entonces, para Lucía, yo fui su madre. Sabía que su verdadera mamá estaba en el cielo. Revisábamos juntas los dibujos de Clara, sobre todo antes de dormir—esos trazos la calmaban, como si su madre aún la abrazara.
Lucía creció inteligente, dulce, soñadora. Tenía trece años cuando, tras celebrar mi cumpleaños con amigas en una cafetería, llegué a casa y encontré a un hombre alto en la puerta. Su acento delató su origen: estadounidense. El español se le resistía, pero sus palabras me helaron la sangre.
Era… el padre de Lucía. Según él, Clara se había ido de Estados Unidos creyendo una infidelidad, sin decirle que esperaba un bebé. Intentó encontrarla, pero fue demasiado tarde. Cuando supo de su hija, empezó los trámites para reclamarla—pero yo fui más rápida. Jamás imaginó que Lucía había crecido aquí, rodeada de amor, bajo mi protección.
Al oír la conversación, Lucía se quedó inmóvil, estudiando su rostro en busca de algún parecido. Más tarde, entre tazas de té, esbozó una sonrisa tímida. Él se marchó a un hotel, pero esa noche, mi hija abrazó su muñeca favorita—un hada de porcelana—y susurró:
—Gracias, hadita, por traerme a mi papá.
Pasaron meses hasta que todo se resolvió. Lucía se mudó a Estados Unidos con su padre. Allí tenía tres hermanastros, pero ella, como la mayor, supo ganarse su cariño. Ahora va al colegio, aprende inglés, baila flamenco los fines de semana. Hablamos por videollamada, compartiendo risas y secretos.
La echo de menos. Duele. Pero soy feliz.
Feliz porque mi Clara no solo me dejó a una hija maravillosa, sino también la prueba de que el amor atraviesa fronteras y tiempos, uniendo a quienes estaban destinados a encontrarse.
Esta es nuestra historia. Inverosímil, casi un cuento. Pero como las mejores leyendas, habla de fe, de amor… y de esos milagros que solo la vida sabe escribir.