¡Gracias a mi hijo por esta fiesta! dijo mi suegra en la mesa que yo llevaba doce horas preparando. Mi respuesta llegó exactamente un año después.
¿Os imagináis la escena, verdad? Nochevieja. En casas normales, todo está casi listo, pero en mi cocina parecía una sucursal de una fábrica de municiones. Desde las seis de la mañana en pie. El aire no huele a pino ni a mandarinas, sino a aceite recalentado, patatas hervidas y, siendo sincera, a mi desesperación silenciosa.
En los fogones burbujea el caldo gelatinoso, en el horno hay un pato con manzanas, y sobre la mesa, una montaña de verduras para la ensaladilla y la “ensalada rusa”. Vamos, el menú clásico de Nochevieja que, para cuando llega la cena, ya da un poco de asco. Y mi querida familia, como quien dice, hace de “comité de recepción”.
Mi marido, Manolo, está tumbado en el sofá con aire de importancia y suelta: “Lola, ¿las patatas no se han pasado, no?”. Ayuda, cero; control, máximo. Los hijos adultos, Javier y su novia Marta, pegados al móvil, entran cada hora a robar un trozo de chorizo.
Y al frente del comité, claro, mi suegra, Carmen López. Me sigue como una sombra y me regala perlas como: “Cariño, la mayonesa se añade al final, ¿no te acuerdas? Y el perejil, mejor picadito”. Ay, chicas, me entraron ganas de echárselo encima. Pero callé. Aguanté. Porque yo soy la esposa y nuera perfecta, la que debe crear el “milagro navideño”. O eso me creía.
Y entonces, como en un cuento, sonaron las once. La mesa, impresionante. Todo brilla, reluce, parece sacado de un anuncio. Yo, exprimida como un limón, me desplomo en la silla. ¿Conocéis esa sensación? Los brazos pesan, la espalda no se endereza, y lo único que quieres no es brindar, sino hundir la cara en la ensalada y dormir.
Todos sentados, elegantes, con sus mejores galas. Empiezan a servir el cava. Y entonces, mi suegra, con solemnidad, levanta su copa. Yo, ingenua, pensé: “¿Me lo agradecerá?”. ¡Ja!
¡Queridos! anuncia. Antes de despedir el año, quiero brindar por mi maravilloso hijo, nuestro sostén. ¡Gracias, cielo, por esta mesa espléndida y por esta fiesta tan bonita!
Chicas, me pitaban los oídos. Todos gritaron “¡Hurra!”, chocaron las copas. Mi marido se infló como un pavo, orgulloso. ¡Claro, a él lo alaban! A mí, ni mirada. Como si el pato se hubiera metido solo al horno y las ensaladas hubieran caído del cielo.
Y entonces, algo hizo clic dentro de mí. ¿Ofendida? ¡Eso se queda corto! No lloré. No monté un drama. No. El cansancio se esfumó, reemplazado por una claridad fría y cristalina. Miré sus caras felices, masticando, y entendí: sería mi última Nochevieja de criada gratis.
Todo el año siguiente viví con esa idea, y me calentaba el alma más que una chimenea. Fui la esposa perfecta: sonriente, cocinando, pero dentro maduraba un plan. Un plan femenino, astuto. Cada mes, apartaba un poquito de mi sueldo en una cuenta llamada “Fondo de salud mental”.
Cuando en verano salió el tema de la próxima Nochevieja, sonreí misteriosa: “Bueno, ¡a ver si llegamos!”. Manolo no sospechó nada. Carmen daba por hecho que su cocinera favorita repetiría función. ¡Qué inocentes!
Y en diciembre, mi plan floreció. Hice lo que soñé 365 días: compré un billete. No a cualquier sitio, sino a un balneario con piscina, masajes y pensión completa. Del 30 de diciembre al 10 de enero. Al pagar, sentí que compraba mi libertad. ¡Imposible describirlo!
Amaneció el 30. Manolo roncaba. Yo, en silencio, preparé una maleta y llamé un taxi. Mientras escribía la nota, no pude evitar sonreír imaginando sus caras. En la nevera, dejé una postal colorida:
*”Queridos: Este año no quiero molestar al gran mago de la Nochevieja, a quien tanto elogiasteis. ¡Seguro que lo hará genial otra vez! En la nevera están los ingredientes para la ensaladilla. La receta del pato la encontráis en internet. Besos. Lola. P.D.: Vuelvo el 10. ¡No me echéis de menos!”*
¡Ay, cómo deseaba ver sus caras! Ya en el taxi, sonó el teléfono. Manolo no hablaba, gritaba. En su voz había shock, confusión y una rabia del tamaño del universo.
¿En serio? ¿Ahora yo era la mala por querer descansar? Yo, mirando los abetos nevados, respondí tranquila:
Cariño, ya estoy en el balneario. Con la mascarilla puesta. No te alteres: pica el perejil finito, como enseñó tu madre. Lo harás genial.
¿Y sabéis qué? Celebraron Año Nuevo con peladillas del súper y una botella de cava barato. Yo, en albornoz, después de nadar, feliz y en paz.
Decidme, chicas, ¿fui demasiado dura? ¿O a veces hace falta un golpe así para enseñar una verdad simple: si no valoras a quien se parte el lomo por ti, un día te quedas sin fiesta?