**Gracias, mamá, por el regalo**
Lucía salió de casa y se detuvo a admirar el patio transformado. Durante la noche, la nieve había cubierto el suelo. Copos esponjosos y dispersos caían en silencio sobre las hojas amarillas que todavía resistían en los árboles, sobre el asfalto y los coches aparcados.
Extendió la palma de su mano. Varios copos de nieve aterrizaron sobre ella y se derritieron al instante. Dio unos pasos, escuchando el crujido leve bajo sus botas, un recordatorio de que la Navidad se acercaba, con su aroma a mandarinas, el abeto decorado con brillantes esferas y, por supuesto, la esperanza de un milagro.
Entró en una tienda, compró mandarinas, leche y dulces para el café. Estaba en la caja cuando sonó el teléfono.
—Lucía, ¿puedes venir hoy? —preguntó su madre.
—Sí, mamá. ¿Pasa algo?
—Nada malo. Quiero presentarte a alguien. Ven para la comida. —En la voz de su madre, Lucía detectó una emoción inusual.
—¿Otra vez quieres que conozca a algún hombre que acaba de soltarse del delantal de su madre? —preguntó, decepcionada.
—Es una sorpresa. Ya verás —respondió su madre con misterio antes de colgar.
Interesante. Hacía tiempo que no escuchaba ese tono en ella. Cuando Andrés la dejó, Lucía fue corriendo a casa de su madre, llorando desconsolada. Al principio, su madre la consoló, pero luego arruinó todo al decir: “Te lo advertí”. Claro que tenía razón, pero eso no aliviaba el dolor. Discutieron, y desde entonces, Lucía evitó visitarla, limitándose a llamadas breves mientras intentaba sanar sola.
Se alejó de la caja y eligió una tarta pequeña en la pastelería. No podía llegar con las manos vacías.
En casa, no dejaba de pensar en la sorpresa que su madre había preparado. Por si acaso, se lavó el pelo, rizó ligeramente las puntas, se maquilló las pestañas y los labios, y se puso una falda gris oscura con un jersey color melocotón. Se sonrió a su reflejo en el espejo. Cualquier sorpresa que fuera, la recibiría con elegancia y buen humor.
«Andrés se arrepentirá», pensó mientras se calzaba las botas y el abrigo.
Su madre abrió la puerta, y Lucía se quedó paralizada en el umbral. Los ojos de su madre brillaban, sus mejillas tenían un rubor juvenil, y lo más sorprendente: su nuevo corte de pelo le había quitado diez años de encima.
—Mamá, estás radiante —dijo, entregándole la tarta.
—Gracias —respondió su madre con una sonrisa tímida—. Deja el abrigo y pasa al salón.
«Definitivamente ha invitado a alguien». Lucía se arregló rápidamente los rizos y la falda frente al espejo antes de entrar. Un hombre robusto, de unos cincuenta años, se levantó del sofá: pantalones, jersey azul marino, entradas pronunciadas y nariz ancha. Las arrugas en las comisuras de sus ojos delataban a alguien alegre o acostumbrado a entrecerrarlos ante el sol. Él también la observaba con interés. Lucía lo saludó con cautela.
—Lucía, te presento a Javier Martín, mi amigo de la infancia —dijo su madre, abrazándola por la cintura y mirándola con súplica.
—Ya veo. De pueblo —murmuró Lucía, lanzando una mirada decepcionada.
—Vamos a comer, que se enfría la sopa —su madre retiró la mano y entró en la cocina.
Lucía ocupó su lugar habitual: de espaldas a la nevera. «¿Acaso se sentará él en el sitio de papá?», pensó. Pero Javier se sentó frente a ella. Su madre ocupó el centro, como siempre, con acceso rápido a la cocina. Así comían cuando su padre vivía.
—Supongo que querías que lo conociera. No me lo esperaba de ti. Por eso el cambio de look —dijo Lucía con acidez.
—¿Por qué hablas así? —su madre la miró con reproche.
—¿Echabas de menos los golpes? ¿No te pegaba suficiente papá? ¿Dónde está la botella? ¿No trajeron vino? —preguntó, clavando la mirada en Javier.
—Javier no bebe. Él… —su madre titubeó, avergonzada.
Él cubrió la mano de su madre con la suya, callosa y grande.
—No hace falta, Antonia.
—Ahora fingen ser abstemios, pero ya veremos cuando se mude aquí. ¿Qué, mamá, te vas a casar? ¿Esa es la sorpresa? ¿Javier, su mujer lo echó y vino a refugiarse en ti?
Las palabras salían solas, sin control. Los ojos de su madre se llenaron de lágrimas, sus labios temblaron. Javier miró su plato en silencio.
—¿Terminaste? —preguntó su madre, con una firmeza desconocida—. ¿Qué vida he tenido? Borracheras, golpes. Tú te escondías en casa de los vecinos cuando llegaba borracho. Salíamos a vagar por las calles hasta que se dormía. Le robaba dinero del bolsillo para comprarte zapatos o vestidos. No sabes nada… —se interrumpió, ahogando un sollozo.
Lucía nunca la había visto así. Siempre sumisa, tímida, evitando conflictos. Recordó cuando su padre le gritó que solo servía para limpiarse los zapatos. Y ahora defendía a un extraño.
—Hacía falta decírtelo. Treinta años callada —su madre respiró hondo—. Él es tu padre. Javier Martín es tu padre.
—¿Qué? —Lucía retrocedió, apoyándose en la nevera. Miró alternativamente a su madre y a Javier.
—Sí. Nos quisimos desde la escuela. Luego se fue a la mili. En el pueblo todos lo sabían. Le conté a mi madre que estaba embarazada. Me gritó, me golpeó con una toalla. Después trajo a un chico de otro pueblo, como si viniera a arreglar la valla. Él estaba de visita. Mi madre me dijo que no desperdiciara la oportunidad.
Una noche, después del baile, me acompañó a casa. Mi madre salió y le dijo que no iba a permitir que me usara y me abandonara. Él dijo que iba en serio. Así me casé con Manuel. Nos mudamos a la ciudad. Después nació tú. Nunca lo quise. Quizá lo sabía, por eso bebía y me pegaba. Le escribí a Javier en la mili, diciéndole que me casaba. No supo de ti.
Evitaba el pueblo, vergüenza. El verano pasado fui a ver a mi hermano, ¿te acuerdas? Lo encontré. Vino luego a verme. Dijo que no me culpaba. Que solo me había amado a mí. Me iré con él. La casa es tuya. Basta de alquileres. Quiero vivir el tiempo que me queda con Javier. Solo tengo cuarenta y nueve años.
Lucía no podía asimilarlo. Su padre no era un santo, pero al menos estuvo allí, a diferencia de otros. Pero aceptar a otro padre… Se levantó y salió al recibidor.
—¡Lucía! —gritó su madre.
—Déjala. Tiene que asimilarlo —oyó la voz tranquila de Javier.
«Vaya protector», pensó con amargura y cerró la puerta de golpe.
Mientras caminaba, la nieve seguía cayendo, trayendo recuerdos. Una vez, escaparon de casa por su padre borracho. También era invierno. Las ventanas iluminadas de las casas le hacían pensar en hogares cálidos, familias juntas. Cuánto envidiaba esas vidas.
«Mamá se resignóAños después, entre risas y lágrimas, Lucía entendió que la vida, como la nieve, cubre las huellas del pasado con un manto blanco, pero siempre deja espacio para nuevos caminos.







