—¡Muchas gracias, hijo mío, por esta celebración! —dijo mi suegra al micrófono, ignorándome por completo. Mi brindis en respuesta dejó a todo el salón en silencio.
Ya sabéis cómo son estas cosas. Se acercaba el aniversario de mi suegra, sus sesenta años, una fecha importante que merecía una fiesta por todo lo alto. ¿Y quién era la organizadora principal en la familia? Exacto, yo.
Mi suegra, doña Carmen Ruiz, se acercó con su aire más inocente:
—Cariño, tú que eres tan lista, tan activa… —Y siguió con lo de siempre—: ¿Me ayudas con el aniversario, por favor? A mi edad ya no entiendo de estas cosas.
Ayudar… ¡Vamos! Ese «ayudar» significó que acabé haciéndolo todo. Durante dos semanas, no viví para nada más.
Encontré el restaurante, cambié el menú tres veces porque «la tía Maruja no come pescado y el tío Antonio es alérgico a los frutos secos». Contraté al animador, hablé con el fotógrafo, decidí la decoración y pasé media noche inflando globos ridículos.
Y como guinda del pastel, todo salió de nuestro bolsillo, porque mi suegra, desde luego, no iba a pagarlo.
Mi marido, Javier, fingía estar muy ocupado: me acompañaba, se sentaba a mi lado, pero en realidad solo miraba el móvil. A cada idea mía, asentía sin levantar la vista:
—Sí, cariño, ¡qué buena idea!
Mientras, mi suegra llamaba cada día con «sabios» consejos, sin preguntar ni una vez si necesitaba ayuda. Juraría que perdí tres kilos del estrés.
Llegó el gran día. El restaurante relucía, los invitados estaban impecables, y la cumpleañera, vestida como una reina. Yo, en cambio, ni siquiera tuve tiempo de arreglarme el pelo.
Corrí de un lado a otro: solucionando problemas con los camareros, buscando niños perdidos, calmando al tío Antonio, que ya iba alegre. Vamos, que fui la organizadora no pagada de la velada.
En un momento de calma, me senté, deseando probar al fin la ensalada. Entonces, el animador anunció:
—¡Y ahora, unas palabras de nuestra querida cumpleañera!
Doña Carmen, solemne, tomó el micrófono. Yo, ingenua, pensé: «Ahora me dará las gracias por las noches en vela».
Pero ella, con mirada triunfal, declaró:
—¡Queridos míos! ¡Estoy tan feliz de veros aquí! Y quiero darle las gracias, de todo corazón, a mi hijo, mi niño de oro. ¡Javier, sin ti, esta fiesta no habría sido posible! ¡Gracias, hijito!
Se me cayó el tenedor de la mano. Todo el salón estalló en aplausos. Mi marido, colorado de orgullo, le envió un beso al aire. Y de mí… ni una palabra. Como si no existiera.
En ese instante, algo murió dentro de mí. Y algo nació: una rabia fría, cristalina. Y un plan. Atrevido y público.
Esperé a que cesaran los aplausos, me levanté y me acerqué al animador:
—Disculpe —dije con dulzura—, yo también quiero decir unas palabras. Un momento nada más.
Sin sospechar nada, me pasó el micrófono.
Me planté en el centro y, con voz clara, anuncié:
—¡Queridos invitados! ¡Doña Carmen! ¡Me uno a vuestras palabras! Javier es un verdadero encanto, el gran héroe de esta noche. Por eso, quiero regalarle algo a él y a su maravillosa madre.
Saqué de mi bolso la carpeta con la factura del restaurante, recién cobrada al administrador.
El silencio fue absoluto. Me acerqué a la mesa principal, miré fijamente a mi marido y a mi suegra, y dejé la factura delante de ellos:
—Si esta fiesta fue obra vuestra —dije sin vacilar—, lo justo es que paguéis vosotros. Los héroes asumen sus responsabilidades, ¿no?
Sus caras no tenían precio. Javier palideció y agarró el mantel. Doña Carmen abría y cerraba la boca como un pez fuera del agua.
El salón quedó tan callado que se oía volar una mosca. Todos miraban alternativamente entre la factura, ellos y yo.
Dejé el micrófono, cogí mi bolso y salí con la cabeza bien alta. Dicen que la fiesta terminó poco después.
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