La llave giró en la cerradura y Lucía, intentando no hacer ruido, se deslizó dentro del piso. El recibidor estaba oscuro, solo un fino hilo de luz se colaba desde la cocina. Sus padres llevaban tiempo sin dormir, aunque era ya pasada la medianoche. Últimamente era habitual: largas conversaciones nocturnas tras la puerta cerrada. Generalmente en voz baja, pero a veces derivaban en discusiones ahogadas.
Lucía se quitó los zapatos, dejó su bolso con el portátil en la mesilla y avanzó sigilosa por el pasillo hacia su habitación. No quería explicar por qué llegaba tarde, aunque la razón era justificable: el proyecto del trabajo no terminaba de cuadrar y los plazos apremiaban.
A través de la pared, le llegaban voces amortiguadas:
—No, Jorge, así no puedo seguir—, la voz de su madre sonaba tranquila pero con un claro dejo de irritación. —Lo prometiste el mes pasado.
—Pilar, entiéndeme, ahora no es el momento—, su padre, al parecer, se justificaba de nuevo.
Lucía suspiró hondo. Últimamente, sus padres discutían constantemente sobre algo, pero delante de ella fingían que todo iba bien. Claro, ya pasaban de los cincuenta, ella era una mujer adulta, pero aún así le incomodaba pensar que algo no marchaba bien en su relación.
Se desvistió, se lavó la cara y se metió en la cama, pero el sueño no llegaba. Sus pensamientos giraban en torno a lo mismo. Su hermano Dani vivía en otra ciudad y apenas visitaba. Si sus padres decidían divorciarse… ¿Con quién se quedaría cada uno? ¿Quién heredaría el piso? ¿Y por qué ocultaban sus problemas?
Las voces al otro lado de la pared no cesaban. Lucía estiró el brazo hacia la mesilla y buscó los auriculares: prefería ahogar aquellos secretos ajenos con música. Su mano rozó el móvil, que cayó al suelo. Al recogerlo, sin querer abrió la aplicación de grabación. Su dedo se detuvo sobre la pantalla.
¿Y si… grababa su conversación? Solo para saber qué ocurría, sin tener que adivinarlo. Si preguntaba directamente, seguro que lo negarían, diciendo que todo iba bien.
Un escalofrío de culpa le recorrió la espalda. Escuchar a escondidas no estaba bien, y menos grabarlo. Pero, por otro lado, eran sus padres, su familia. Tenía derecho a saber si algo grave pasaba.
Tomando una decisión, encendió la grabadora, dejó el móvil cerca de la pared y se cubrió con la manta hasta la cabeza.
A la mañana siguiente, mientras se preparaba para el trabajo, notó que sus padres parecían exhaustos. Durante el desayuno apenas hablaron, intercambiando solo frases triviales.
—Llegaste tarde anoche—, comentó su madre al servir el café. —¿Otra vez te retrasaron en el trabajo?
—Sí, estábamos terminando un proyecto—, asintió Lucía. —¿Y vosotros? ¿Por qué no dormíais?
—Nada, estábamos viendo una película—, su madre desvió la mirada hacia la cafetera.
Su padre se refugió tras el periódico, fingiendo gran interés en un artículo.
—Hoy no me esperéis para cenar—, dijo sin levantar la vista. —Reunión con clientes, puede que tarde.
Su madre apretó los labios, pero no respondió.
Durante todo el trayecto al trabajo, Lucía luchó contra la tentación de escuchar la grabación. Pero el metro iba demasiado lleno, y además le remordía la conciencia. Decidió esperar hasta la noche.
El día se le hizo eterno. Al volver a casa, descubrió que su madre no estaba: una nota en la cocina decía que había salido con una amiga y volvería tarde. Su padre, como había avisado, tampoco estaba. El momento perfecto.
Arropándose con una manta en el sofá, Lucía pulsó el botón de reproducción.
Al principio solo se oían fragmentos de frases, pero poco a poco la grabación se hizo más clara.
—…¿Se lo diremos a Lucía?—, su padre sonaba preocupado.
—No sé—, su madre suspiró. —Me da miedo que no lo entienda. Después de tantos años…
—Pero tiene derecho a saber.
—Claro que lo tiene, pero ¿cómo explicamos por qué llevamos tanto tiempo callados?
Lucía contuvo el aliento. ¿De qué estaban hablando? ¿Qué verdad le ocultaban?
—¿Recuerdas cómo empezó todo?—, preguntó su padre con un dejo de sonrisa en la voz.
—Cómo olvidarlo—, su madre soltó una risa suave. —Pensé que sería algo pasajero, y resultó ser para toda la vida.
—Pero qué vida—, su padre resopló. —Aunque no siempre fue fácil.
—Menos desde que llegó Lucía.
El corazón de Lucía se encogió. ¿Qué quería decir con “menos”? ¿Había sido una hija no deseada? ¿O había algo más?
—Pero lo superamos—, continuó su padre. —Y se ha convertido en una mujer increíble.
—Sí—, el orgullo en la voz de su madre la tranquilizó levemente. —Pero ahora hay que decidir qué hacemos. Estoy cansada de esta doble vida, Jorge.
¿Doble vida? Lucía sintió un escalofrío. ¿Acaso alguno de ellos tenía una aventura? ¿O ambos se engañaban entre sí? El solo pensamiento le revolvió el estómago.
—Pilar, esperemos al menos a que llegue Dani. Lo hablamos todos juntos, en familia.
—Vale—, aceptó su madre. —Pero después, sin más retrasos. O lo cambiamos todo, o… no sé qué haremos.
La grabación se cortó: quizás sus padres abandonaron la cocina o el móvil dejó de grabar.
Lucía se quedó inmóvil, aturdida. ¿Qué pasaba en su familia? ¿Qué doble vida llevaban sus padres? ¿Por qué esperaban a su hermano para explicárselo?
Miles de preguntas y ninguna respuesta. ¿Grabar otra conversación? Eso ya sería demasiado. Además, le avergonzaba haber cedido a ese impulso. No, mejor hablar con su hermano. Él era mayor, quizás sabía más. O con su tía Ana, la hermana de su madre, que siempre había sido franca con ella.
Decidido: al día siguiente llamaría a Dani y el fin de semana visitaría a su tía Ana.
Su hermano no respondió al teléfono en todo el día, hasta que finalmente, cerca del anochecer, le devolvió la llamada.
—Lucía, ¡hola! Perdona, estaba en la obra y dejé el móvil en el coche—, su voz sonaba animada como siempre.
—Dani, ¿cuándo vienes?—, preguntó directa.
—Pensaba ir este fin de semana, ¿por qué?
—Por nada… Los padres te están esperando. Están muy raros últimamente.
—¿Raros cómo?—, su voz se tornó cautelosa.
—Susurran por la noche, delante de mí fingen que no pasa nada. Hablan de una vida doble.
Silencio.
—¿Dani?
—Sí, aquí estoy—, se aclaró la garganta. —Mira, no le des vueltas. Todos tienen sus secretos, incluso los padres.
—O sea, ¿tú sabes de qué va esto?
—Yo…— vaciló, —tengo una idea. Pero si no te lo han dicho ellos, es porque todavía no es el momento. Espérame, ¿vale? Voy el sábado y lo hablamos.
—Vale—, accedió a regañadientes. —¿Y qué me dices de ir a ver a la tía Ana?
—No—, respondió demasiado rápido. —No la involucres, mejor que quede entre nosotros.
Tras colgar, la inquietud de Lucía solo aumentó. Su hermano sí sabía algo. Y quería mantener a su tía al margen. ¿Acaso se trataba de infidelidades? ¿Un escándalo familiar que preferían ocultar?
Por la noche, su madre regresó de casa de su amiga de buen humor. Las mejillas sonrosadas, los ojos brillantesAl final, tras visitar la casa de campo y entender el amor de sus padres por aquella vida sencilla, Lucía descubrió que a veces los secretos más grandes guardan las alegrías más puras.