**Diario de un padre**
La llave giró en la cerradura y Lucía, tratando de no hacer ruido, se deslizó al interior del piso. El recibidor estaba a oscuras, solo una fina línea de luz se filtraba desde la cocina. Sus padres no dormían de nuevo, aunque ya había pasado la medianoche. Últimamente era costumbre: largas conversaciones nocturnas tras la puerta cerrada. A veces eran susurros; otras, discusiones ahogadas.
Lucía dejó los zapatos, apoyó el bolso con el portátil en la mesilla y se dirigió sigilosa a su habitación. No tenía ganas de explicar su retraso, aunque el motivo era justo: el proyecto en el trabajo no terminaba de cuadrar y el plazo se agotaba.
A través de la pared escuchó voces amortiguadas.
—No, Javier, no puedo seguir así —decía su madre con voz queda, pero con clara irritación—. Lo prometiste el mes pasado.
—Isabel, entiéndeme, ahora no es el momento —respondía su padre, de nuevo, a la defensiva.
Lucía suspiró, cansada. Últimamente discutían constantemente, pero en su presencia fingían que todo iba bien. Claro, ya pasaban de los cincuenta, ella era adulta, pero seguía doliendo sentir que algo en su relación se resquebrajaba.
Se lavó la cara y se metió en la cama, pero el sueño no llegaba. Las preguntas se agolpaban. ¿Y si se divorciaban? Su hermano Miguel vivía en otra ciudad y apenas visitaba. ¿Qué pasaría con el piso? ¿Por qué ocultaban sus problemas?
Las voces continuaban. Extendió la mano hacia los auriculares, pero al coger el móvil, este cayó al suelo. Al recogerlo, el dedo rozó la grabadora. Dudó un segundo.
¿Y si… lo grababa? Solo para entender qué ocurría, sin adivinar. Si preguntaba directamente, seguro que se esquivarían.
Un escalofrío de culpa la recorrió. Escuchar a escondidas era feo, más aún grabar. Pero, al fin y al cabo, eran sus padres, su familia. Tenía derecho a saber si algo grave pasaba.
Decidida, encendió la grabadora, dejó el móvil cerca de la pared y se cubrió con la manta.
Por la mañana, sus padres parecían exhaustos. En el desayuno apenas cruzaron palabras.
—Llegaste tarde anoche —comentó su madre sirviendo el café—. ¿Otra vez trabajando?
—Sí, terminábamos el proyecto —asintió Lucía—. ¿Y vosotros? ¿Por qué no dormíais?
—Nada, una película —su madre evitó su mirada.
Su padre fingió interés en el periódico.
—No me esperéis esta noche —dijo sin alzar la vista—. Reunión con clientes.
Su madre apretó los labios, pero calló.
En el metro, Lucía luchó contra la tentación de escuchar la grabación. Lo haría en casa.
Al volver, encontró una nota: su madre había salido con una amiga. Su padre aún no llegaba. El momento perfecto.
Arropada en el sofá, pulsó *play*.
Primero, fragmentos incomprensibles. Luego, claridad.
—…¿Qué le decimos a Lucía? —su padre sonaba preocupado.
—No lo sé —su madre suspiraba—. No sé si lo entenderá. Han pasado tantos años…
—Pero merece saberlo.
—Claro, pero ¿cómo explicarle que lo ocultamos tanto tiempo?
Lucía contuvo el aliento. ¿Qué escondían?
—¿Recuerdas cómo empezó todo? —su padre sonreía al hablar.
—Cómo olvidarlo —respondió su madre, divertida—. Pensé que sería algo temporal, y resultó ser para siempre.
—Pero qué vida hemos tenido —añadió él—. Aunque no siempre fue fácil.
—Sobre todo cuando nació Lucía.
Su corazón se encogió. ¿Había sido un error?
—Pero lo superamos —continuó su padre—. Y ahora es una mujer maravillosa.
—Sí —el orgullo asomaba en la voz de su madre, y Lucía se relajó un poco—. Pero hay que decidir qué hacemos. Estoy cansada de esta doble vida, Javier.
Lucía palideció. ¿Una doble vida? ¿Infidelidad?
—Isabel, esperemos a que venga Miguel. Hablaremos los cuatro.
—Vale —aceptó su madre—. Pero después, no más retrasos.
La grabación terminó.
A la mañana siguiente, Lucía llamó a su hermano.
—Miguel, ¿cuándo vienes?
—Este fin de semana, ¿por qué?
—Los padres están raros. Hablan de secretos, de cambios…
Miguel guardó silencio un momento.
—No te preocupes. Cuando llegue, lo hablamos —respondió, evasivo—. Y no llames a tía Carmen, ¿vale?
Esa noche, su madre volvió animada.
—¿Te gustaría vivir en un pueblo? —preguntó Lucía de pronto.
Su madre parpadeó.
—No lo sé. A veces sí. Paz, aire puro…
—¿Y papá?
—Pregúntale tú —su tono se volvió serio—. Hoy llegará tarde.
Por suerte, su padre apareció antes.
—¿Té? —ofreció Lucía.
—Gracias —se dejó caer en una silla—. Oye, ¿qué te ha dicho Miguel?
Lucía mintió:
—Que venís este fin de semana a hablar conmigo.
Su padre frotó la frente.
—Sí, pero esperemos a él.
—¿Es malo? ¿Os divorciáis?
—¡No! —su sorpresa parecía genuina—. Nada de eso.
—Entonces… ¿qué?
—Espera al sábado —sonrió—. Prometo que no es malo.
El fin de semana llegó. Miguel apareció con regalos y nerviosismo.
—Tenemos una noticia —anunció su padre en el salón—. Nos mudamos.
—¿Adónde? —preguntó Lucía.
—A Valdeflores, un pueblo a tres horas —dijo su madre—. Nuestro verdadero hogar.
Resultó que, hacía quince años, habían comprado una casa rural. Al principio era una escapada, luego se convirtió en su pasión: un huerto, gallinas, colmenas…
—¿Colmenas? —Lucía no lo creía—. ¿Sois apicultores?
—Y más —su padre sonrió—. Tenemos cabras, frutales…
—¿Por qué no me lo dijisteis?
—Porque odiabas el campo de pequeña —explicó su madre—. Y luego… nos avergonzaba confesarlo.
Lucía los miró, entre molesta y fascinada.
—¿Puedo visitaros?
—¡Claro! —su padre se ilusionó—. Incluso tienes tu habitación allí.
Al día siguiente, viajaron. Sus padres, entusiasmados, hablaban de vecinos, cosechas, proyectos. Lucía no los reconocía: libres, felices.
Al llegar, el aroma a tierra mojada y flores la envolvió.
—Bienvenida a nuestra otra vida —dijo su padre, abriendo la verja.
Lucía sonrió. Quizás, después de todo, no había perdido nada. Había ganado una nueva perspectiva, un hogar inesperado.
—Enséñame las abejas —pidió—. Quiero saber qué os hizo elegir esto.
Mientras caminaban, pensó que, quizás, ese lugar también podía ser suyo.
**Lección:** A veces, los secretos familiares no son sombras, sino puertas. Puertas que, al abrirse, nos muestran caminos que nunca imaginamos. Y en ellos, tal vez, encontremos nuestro propio lugar.