**Diario personal**
El ruido de la llave en la cerradura me alertó. Intentando no hacer ruido, entré en casa. El recibidor estaba oscuro, solo una fina línea de luz se colaba desde la cocina. Mis padres otra vez despiertos, aunque era pasada la medianoche. Últimamente era lo habitual: largas conversaciones nocturnas tras la puerta cerrada. A veces susurradas, otras veces en un tono más tenso.
Me quité los zapatos, dejé el bolso con el ordenador en el recibidor y me deslicé hacia mi habitación. No tenía ganas de explicar por qué llegaba tarde, aunque la razón era válida: el proyecto del trabajo no terminaba de cuadrar y el plazo se acercaba.
A través de la pared, escuché voces ahogadas.
—No, Miguel, no puedo seguir así —la voz de mi madre sonaba baja, pero con clara irritación—. Lo prometiste el mes pasado.
—Laura, entiéndeme, ahora no es el momento —respondió mi padre, otra vez justificándose.
Suspiré cansada. Últimamente discutían constantemente, pero delante de mí fingían que todo estaba bien. Claro, ya pasaban de los cincuenta, yo ya era una adulta, pero igual dolía darme cuenta de que algo no funcionaba entre ellos.
Me cambié, me lavé la cara y me metí en la cama, pero el sueño no llegaba. Mis pensamientos giraban en torno a lo mismo. Mi hermano Javier vivía en otra ciudad y apenas venía. Si mis padres se divorciaban, ¿con quién me quedaría? ¿Quién se quedaría con el piso? ¿Y por qué escondían sus problemas?
Las voces no cesaban. Estiré la mano hacia la mesilla y busqué los auriculares para ahogar sus secretos con música. El teléfono cayó al suelo. Al recogerlo, sin querer, abrí la aplicación de grabación. Dudé un instante antes de tocar la pantalla.
¿Y si…? ¿Si grababa su conversación? Así sabría la verdad sin tener que adivinarla. Si les preguntaba directamente, seguro que lo negarían.
Un escalofrío de culpa me recorrió. Escuchar a escondidas estaba mal, y grabarlos era peor. Pero eran mis padres, mi familia. Tenía derecho a saber si algo grave pasaba.
Decidida, activé la grabación, coloqué el móvil cerca de la pared y me tapé con la manta.
Por la mañana, al salir de mi habitación, noté que ambos parecían agotados. En el desayuno, apenas hablaron, solo frases corteses.
—Llegaste tarde anoche —comentó mi madre, sirviéndome el café—. ¿Otra vez trabajo?
—Sí, estábamos terminando un proyecto —asentí—. ¿Y vosotros por qué no dormíais?
—Nada, viendo una película —se encogió de hombros, pero ni siquiera me miró.
Mi padre se escondió tras el periódico, fingiendo concentración.
—Hoy no esperéis a cenar —dijo sin levantar la vista—. Reunión con clientes, puede que tarde.
Mi madre apretó los labios, pero no respondió.
Todo el camino al trabajo luché contra la tentación de escuchar la grabación. Pero en el metro había demasiada gente y, además, me daba vergüenza. Lo dejaría para la noche.
El día fue eterno. Al volver, descubrí que mi madre no estaba —una nota decía que había salido con una amiga— y mi padre seguía en la oficina. El momento perfecto.
Me arrebujé en el sofá y pulsé el botón de reproducción.
Primero solo se escuchaban fragmentos, pero luego la voz de mi padre se aclaró:
—¿Qué le diremos a Marta? —sonaba preocupado.
—No lo sé —suspiró mi madre—. Me da miedo que no lo entienda. Después de tantos años…
—Pero tiene derecho a saber.
—Claro que sí, pero ¿cómo explicarle por qué hemos guardado silencio tanto tiempo?
Me quedé helada. ¿De qué hablaban? ¿Qué verdad ocultaban?
—¿Recuerdas cómo empezó todo? —preguntó mi padre con una sonrisa en la voz.
—Cómo olvidarlo —respondió mi madre, casi riendo—. Creí que sería algo temporal, pero duró toda la vida.
—Y qué vida hemos tenido —dijo él—. Aunque no siempre fue fácil.
—Sobre todo cuando nació Marta.
Mi corazón se encogió. ¿Qué quería decir con “sobre todo”? ¿Había sido un error? ¿O era algo peor?
—Pero lo superamos —continuó él—. Y ha crecido siendo una persona maravillosa.
—Sí —en la voz de mi madre había orgullo, y eso me alivió un poco—. Solo que ahora debemos decidir qué hacemos. Estoy cansada de esta doble vida, Miguel.
¿Doble vida? Un sudor frío me recorrió. ¿Era que alguno tenía una aventura? ¿O ambos? Me sentí mareada.
—Laura, esperemos a que venga Javier —dijo mi padre—. Lo hablamos todos juntos.
—Bien —aceptó ella—. Pero después, no más retrasos. O lo cambiamos todo, o… no sé qué pasará.
La grabación se cortó. Tal vez se fueron de la cocina o el teléfono dejó de grabar.
Me sentí aturdida. ¿Qué le pasaba a mi familia? ¿Qué doble vida llevaban mis padres? ¿Por qué esperaban a mi hermano para contarme algo?
Mil preguntas y ninguna respuesta. ¿Grabar otra vez? Eso sería demasiado. Me avergonzaba haber caído en esa tentación. No, mejor hablar con mi hermano. Él, siendo mayor, quizá sabía más. O con tía Rosa, la hermana de mi madre, siempre sincera conmigo.
Decidí llamar a Javier al día siguiente.
No contestó hasta el atardecer.
—¡Hola, Martita! Perdona, estaba en obra, dejé el móvil en el coche —dijo con su tono habitual, animado.
—Javi, ¿cuándo vienes? —pregunté sin rodeos.
—Pensaba este fin de semana, ¿por qué?
—Es que… los padres te están esperando. Están raros últimamente.
—¿Raros cómo? —su voz se volvió cautelosa.
—Hablan en secreto, fingen que todo está bien delante de mí. Hablan de una “doble vida”.
Hubo un silencio.
—¿Javi?
—Sí, sí, estoy aquí —toseó—. Mira, no le des vueltas. La gente tiene secretos, incluso los padres.
—¿Entonces tú sabes algo?
—Yo… —vaciló—, tengo mis sospechas. Pero si no te lo han dicho, es porque no están preparados. Espérame, ¿vale? El sábado lo hablamos.
—Vale —asentí sin entusiasmo—. ¿Y si hablo con tía Rosa?
—No —respondió demasiado rápido—. No la involucres, que quede entre nosotros.
Tras colgar, mi inquietud creció. Mi hermano sabía algo. Y quería mantener a tía Rosa al margen. ¿Sería un asunto de infidelidades? ¿Un escándalo familiar?
Por la noche, mi madre volvió de casa de su amiga con buen humor, las mejillas sonrosadas, los ojos brillantes.
—¿Sabes que Antonia vende su piso? —anunció—. Quiere mudarse al pueblo. Dice que está harta de la ciudad, del ruido.
Asentí, sin saber cómo reaccionar.
—¿Y a ti te gustaría vivir en un pueblo? —pregunté de pronto.
Ella se quedó quieta un instante antes de responder:
—No sé… a veces pienso que sí. Silencio, aire limpio, un huerto.
—¿Y papá?
—¿Qué pasa con papá?
—¿A él le gustaría?
—Pregúntaselo —respondió seria—. Hoy llegará tarde. No esperes a cenar con él.
Por suerte, mi padre llegó antes de lo previstoAl final, cuando llegó el fin de semana y escuché toda la verdad, entendí que a veces los secretos más grandes solo esconden nuevos comienzos.