Giro del destino: una nueva vida

El Giro del Destino: Una Nueva Vida para Verónica

Verónica freía unas milanesas de pollo en la cocina cuando alguien llamó a la puerta sin previo aviso. Secándose rápidamente las manos en el delantal, fue a abrir. En el umbral había dos desconocidos—un hombre y una mujer, de edad avanzada pero con emociones contenidas.

—¿Eres Verónica?—habló primero la mujer, saludando con un gesto—. Somos los padres de Nicolás. ¿Podemos pasar?

El nombre resonó como un golpe en la cabeza de Verónica. Nicolás, el mismo que una vez le prometió amor y luego la abandonó al enterarse de su embarazo. Se quedó paralizada un instante, pero asintió y apartó el cuerpo para dejarles entrar.

Con una taza de té en mano, la conversación fluyó lentamente. Los esposos hablaban de su hijo con tal calidez que parecía un santo. A Verónica le costaba escucharlo, pues de él había recibido la traición más amarga. Justo cuando estaba a punto de pedirles que se marcharan, la mujer dijo de repente:

—Entiéndenos. Hoy hay mucho engaño, muchos estafadores. No dudamos de tu palabra, pero…—vaciló—. Haz la prueba. Si el niño es realmente nuestro nieto… queremos estar allí. Ayudar, apoyar, ser una familia.

Verónica aceptó. Y cuando los resultados confirmaron la paternidad de Nicolás, los visitantes regresaron con las manos llenas: juguetes, ropa, un sobre con euros… Pero eso no era todo.

Una semana después, recibió una llamada. En la reunión, le entregaron unos papeles: un piso de una habitación, vacío y sin reformar, pero ahora era suyo, de ella y su hijo. Un regalo. Una sorpresa. Un nuevo comienzo.

Verónica no pudo contener las lágrimas al pararse en ese piso. Un sofá viejo, empapelado descascarado, una lámpara apagada… pero era su lugar, su hogar. Abrió las ventanas de par en par, dejando entrar el aire fresco y la esperanza.

Y pensar que todo empezó de otra manera.

Tres años atrás, llegó a la ciudad, alquiló una habitación con una vieja cascarrabias y consiguió trabajo en una tienda. Estaba sola, con penas, pero con sueños. Luego conoció a Nicolás—alto, de manos fuertes, con una sonrisa segura. Parecía que, por fin, había encontrado la felicidad.

Pero cuando le dijo que estaba embarazada, él se convirtió en un extraño al instante: «¿Estás loca? ¿Qué niño? No es mío. Hazte un aborto». Y se marchó.

Lloró toda la noche. La dueña de la habitación, después de escucharla y lamentarse, le dijo: «Si decides tenerlo, quédate, no te echaré. Pero si no lo tienes, busca otro sitio. Yo no ayudo a matar niños».

Y Verónica se quedó. Dio a luz. Trabajó. Vivió. Todo por su hijo.

Luego, la anciana desapareció un día. Esa noche, confesó: «Encontré la dirección de los padres de Nicolás. Fui a verlos. Él murió, ¿te imaginas?… Y ni siquiera sabían de ustedes». Verónica lloró en silencio, comprendiendo que, aunque lo odiaba, en algún lugar aún lo amaba.

Y así, dos semanas después, sus padres llamaron a su puerta…

Ahora todo era distinto. Un piso humilde, pero propio. La anciana, que ahora era como una abuela de verdad, los recibía cada día con empanadas. Verónica trabajaba desde casa y hacía horas extras en una panadería. Su hijo crecía alegre y bondadoso.

Ella se quedó junto a la ventana, abrazando una taza caliente, y sonrió.

—Abuela, ¿cuándo volvemos a tu casa?

—Pronto, mi cielo. Muy pronto.

A veces, la vida da giros inesperados. Lo importante es no tener miedo de seguir adelante.

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