Galina paseaba sin rumbo por su hogar, mientras Dima regresaba tarde una vez más.

**Diario de una madre**

Hoy otra vez pasé la tarde caminando de un lado a otro del salón, sin poder quedarme quieta. Hace días que Jaime llega tarde a casa. Ayer apareció casi al amanecer. Se lo recriminé: podría haberme avisado, llamado al menos, para no preocuparme. Discutimos. Y aquí estoy, de nuevo, dando vueltas, mirando el reloj sin parar.

“Me quiere, claro que sí. Pero un mensaje no cuesta nada. Algún día se casará. Tendré que acostumbrarme. Aunque quién sabe qué clase de mujer le tocará… solo serán más preocupaciones. Ay, mejor no pensarlo. Es mayor, pero el corazón duele igual.” No hacía más que darle vueltas al asunto.

Antes me reía de esas madres que sobreprotegen a sus hijos aunque sean adultos, y ahora soy igual que ellas. Todas las chicas que ha traído a casa, si es que me las presentaba, me parecieron indignas de él. Como cualquier madre, creía que tendría que consultarme algo tan importante como elegir esposa. Al fin y al cabo, yo sé mejor que nadie lo que necesita. Los pensamientos se acumulaban sin parar. Ojalá llegara ya.

El ruido de la cerradura me sobresaltó, aunque lo esperaba y escuchaba cada paso. “¡Por fin!” Corrí al recibidor, pero a medio camino me detuve, me dirigí a la cocina y me senté con las manos cruzadas.

—Mamá, ¿por qué no estás durmiendo? —Jaime apareció en el marco de la puerta.

—Sabes que me preocupo. Podrías avisarme —dije con reproche.

—Mamá, ya soy mayor. No voy a dar explicaciones de cada paso que doy.

—¿Dónde estabas? —Lo miré con gesto desafiante.

—En casa de Lucía —su voz se suavizó, casi como un susurro.

—Otra chica más, aunque supongo que no será la última. Pero madre solo tienes una —no pude disimular los celos.

—¿Otra? Es la única, como tú, mamá. —Se acercó, se inclinó y me dio un beso en la mejilla—. Y no hables mal de ella. Si discutimos, luego te arrepentirás. Además, ¿cómo iba a elegir esposa si no salgo con nadie? Tú misma decías que no hay que casarse con la primera. ¿O no?

—Lo decía —asentí—. Entonces, ¿ya has elegido?

Jaime se agachó junto a mí, buscando mi mirada. El corazón se me llenó de ternura. ¡Cuánto se parece a su padre! La misma mirada, la misma sonrisa.

—Sí, mamá. —Apoyó la cabeza en mis rodillas, como pidiendo perdón.

—Pues preséntamela —dije, más calmada.

—Claro, solo que… —levantó la cara—.

—¿Qué pasa? ¿Algo malo? —Tuve ganas de preguntar si pretendía traer a una vagabunda, como cuando era niño y recogía perros y gatos de la calle.

La compasión es buena, pero no se puede acoger a todos. Entonces fingía alergia, empezaba a estornudar. Él los llevaba a otro sitio, nunca los abandonaba. Ahora ese truco no funcionaría.

Las palabras estaban en la punta de la lengua, pero su mirada me advirtió y me callé.

—No pasa nada, mamá. Es guapa y cocina bien. A mí me gusta. Pero no está sola.

—¿Te has enamorado de una mujer casada?

Debí de poner cara de susto, porque enseguida dijo:

—¡No! Tiene un hijo. Tiene cinco años.

—¿Cinco? —exclamé—. ¿Cuántos años tiene ella?

—Mamá, no grites. Sí, es mayor que yo.

—Entiendo. —Casi me ahogo de rabia.

Mi niño, mi sol, por quien daría la vida, enamorado de una mujer mayor y con un hijo.

—¿Qué entiendes? La quiero, mamá. Todos nos equivocamos. Tú misma lo dices.

—Sí, pero hay errores que no se arreglan. ¿Y las chicas jóvenes ya no te interesan? —solté con amargura.

—Por eso no te lo había contado, por esto no te la presenté. Sabía que no lo entenderías. —Se levantó de un salto—. ¿Recuerdas aquella chica de tu trabajo, la que dejó embarazada un chico y la abandonó? Decías que merecía que alguien bueno criara a su hija. ¿Por qué ese alguien no puede ser tu hijo?

—Cariño, el amor viene y va. Yo también quise mucho a tu padre, y nos dejó por otra.

—Exacto, mamá. No hay garantías con nadie. Quiero a Lucía. Y a su hijo. Es un niño increíble. Aunque te opongas, no la dejaré. ¿Entiendes? Mejor dejémoslo aquí.

—Jaime, te crié para que fueras feliz…

—Basta. Es mi vida. Si te entrometes, me iré. —Dio media vuelta y se encerró en su habitación.

—Hijo…

Por la mañana se fue al trabajo sin desayunar. No hablamos. Llegaba tarde, se iba directo a su cuarto. No sabía cómo arreglar esto.

Parece que fue ayer cuando lo mecía en brazos, le cantaba, le curaba las rodillas. Ahora tiene su propia vida. Es difícil aceptarlo.

—Jaime, hablemos —intenté otro día.

—Hablaremos cuando estés lista para escucharme.

“De verdad la quiere. Si no cambias, lo perderás, Carmen.” Eso me dijo Petra, la más veterana del trabajo. No aguanté más y me desahogué con ella en la pausa.

—Sé que no tengo razón, pero no pude contenerme, le solté tantas cosas… —casi llorando, confesé.

—¿Querías que se quedase soltero a tu lado? Necesita tu apoyo, no tus reproches. ¿Tu suegra te aceptó enseguida?

—No. Pero yo era más joven y sin hijos —suspiré.

—Y aún así te criticaba. Las madres somos así, celosas, nunca aprobamos su elección. Unas lo superan y se llevan bien con las nueras; otras, no. No termina bien. Más vale ser sensata. Tú te casaste sin hijos y al final lo criaste sola.

—Jaime me dijo lo mismo.

—Pues acéptalo. Todavía no se ha casado. Vuelve a casa. Seguro que también sufre, esperando que entiendas. Conoce a esa Lucía, mira qué tal es. No llores. No es una tragedia, solo quiere casarse. El corazón elige.

Poco a poco me fui calmando. Llevamos tres semanas como extraños. No podía seguir así. Decidí ir a ver a Lucía, hablar con ella, pedirle que lo dejase libre. Me armé de valor. Conseguí la dirección por un vecino, amigo de Jaime.

Los martes y viernes va al gimnasio. Tendría hora y media. No podía ir con las manos vacías, parecería una declaración de guerra. ¿Un pastel? Eso es para hacer las paces. Pero un juguete… sería un gesto para el niño, no para ella. El pequeño no tiene culpa.

Entré en una tienda y, sin darme cuenta, me entretuve demasiado escogiendo. “Este coche lo compro hoy, aquel otro la próxima vez.” Aunque… ¿habrá próxima vez?

Apreté el timbre con decisión. La puerta la abrió una mujer joven y agradable. Detrás apareció un niño sonriente. Al verme, su expresión se tornó curiosa.

—Hola, soy la madre de Jaime —dije.

—Me lo imaginé. Pase. Sergio, vete a tu cuarto. —Lo empujó suavemente y él se fue rezongando.

Me quité los zapatos y me puse unas zapatillas que, seguramente, eran de JaimeCon una sonrisa tímida, Lucía me ofreció una taza de café y, mientras lo tomaba, entendí que mi hijo había encontrado no solo a una buena mujer, sino a una familia que lo llenaba de felicidad, y al final, eso era lo único que importaba.

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MagistrUm
Galina paseaba sin rumbo por su hogar, mientras Dima regresaba tarde una vez más.