Gala y su nueva felicidad: amor tras una difícil decisión – Regalos para la pareja

Recuerdo que, en aquellos tiempos, Begoña había sido la amante de un hombre casado. No había tenido suerte en el matrimonio; permaneció soltera hasta los treinta años y, al fin, decidió buscar un buen caballero. Al principio no supo que Pablo estaba unido en matrimonio, aunque pronto él mismo no ocultó la verdad cuando comprendió que ella se había encariñado y había llegado a amarle.

Begoña, sin embargo, nunca reprochó nada a Pablo. Sólo se culpó a sí misma por esa relación y por la debilidad que sentía hacia él. Se sentía menos valiosa por no haber encontrado esposo a tiempo, mientras los años se escapaban. Aun así, no era una mujer poco agraciada: no era una belleza de pasarela, pero sí poseía una dulzura y una figura ligeramente rellenita que le concedían cierto encanto de madurez.

La relación con Pablo no conducía a ninguna parte. A Begoña no le apetecía seguir siendo la amante, pero tampoco podía abandonarlo; el miedo a quedarse sola la paralizaba. Un día, su primo Sergio llegó de paso a la capital por un encargo de trabajo y se alojó en su casa unos cuantos horas. Compartieron una comida en la cocina y, como en la infancia, charlaron de todo, de nada y de la vida que ahora llevaban. Begoña le confesó su situación sentimental y, con la voz entrecortada, dejó caer algunas lágrimas.

En ese momento entró la vecina para que Begoña le mostrara las compras del mercado. La joven se retiró a la salida durante veinte minutos. Al volver, Sergio abrió la puerta pensando que Begoña había regresado, pero la vivienda estaba sin llave y, al otro lado del umbral, estaba Pablo. Sergio comprendió de inmediato que aquel hombre era el amante de su prima. Pablo, al ver a un robusto hombre de pantalones deportivos y camiseta masticando un bocadillo de jamón, se quedó paralizado.

¿Y Begoña está en casa? preguntó Pablo, sin saber qué decir.

Está en el baño adivinó Sergio al instante.

Perdón, ¿quién es usted para ella? insistió Pablo, sin atreverse a contestar.

Yo soy su marido de hecho, civilmente. Sergio se acercó a Pablo, le agarró de los hombros y, con voz firme, le dijo: ¿No es él el casado del que me hablaba Begoña? Si vuelvo a encontrarte aquí, te echo por la escalera, ¿entendido?

Pablo, liberado del agarre de Sergio, huyó bajando las escaleras. Poco después regresó Begoña, y Sergio le relató el inesperado encuentro.

¿Qué has hecho? sollozó Begoña. No volverá a aparecer.

Se dejó caer en el sofá y cubrió su rostro con las manos.

Así será, y bien. No sigas lamentándote. Tengo a alguien que puede ser tu nuevo compañero. En nuestro pueblo de la sierra hay un viudo que no permite que ninguna mujer se acerque a él, pero él está cansado de rechazar a todas. Al fin y al cabo, él también busca compañía. Cuando termine mi encargo, volveré a pasar por aquí; prepárate, iremos juntos al pueblo y te presentaré.

¿Cómo? exclamó Begoña. No puedo, no sé quién es y no quiero… es una vergüenza. No quiero quedarme con un hombre ajeno.

No es una vergüenza dormir con quien no está libre. Nadie te obligará a nada. Ven conmigo, que pronto será mi cumpleaños y quiero que estés a mi lado.

Pasaron unos días y Begoña y Sergio ya se encontraban en el pequeño pueblo de Sierra Verde. La esposa de Sergio, Lucía, había puesto la mesa bajo los árboles del huerto, junto a la casa de baños. Llegaron vecinos, amigos y el propio viudo, Alejandro, para celebrar la fiesta familiar. Los vecinos ya conocían a Begoña, pero con Alejandro la veía por primera vez.

Después de una tarde de charlas y risas, Begoña regresó a la capital. Reflexionó en silencio: Alejandro era un hombre callado y humilde, probablemente preocupado por la memoria de su difunta esposa. «Pobre hombre, tan poco de corazón», pensó.

Una semana después, en un día de descanso, se escuchó el timbre de la puerta. Begoña, sin esperar a nadie, abrió y se encontró con Alejandro, quien llevaba un paquete bajo el brazo.

Permiso, Begoña, paso por aquí de camino al mercado. Ya nos conocemos, me atrevo a visitar dijo con timidez, recitando una frase ensayada.

La invitó a pasar. Aún sorprendida, le sirvió té y, mientras conversaban sobre el tiempo y los precios del mercado, Alejandro sacó del paquete un pequeño ramo de tulipanes y se lo entregó.

Sus ojos se iluminaron al coger el ramo. Se sentaron a tomar el té en la cocina, platicando sin prisas. Cuando el té se acabó, Alejandro se levantó para marcharse. En el recibidor, mientras se ponía la chaqueta y se ajustaba los zapatos, se volvió lentamente hacia ella y, con voz temblorosa, dijo:

Si me marcho ahora sin decirte nada, no me lo perdonaré. Begoña, toda la semana no he dejado de pensar en ti. Lo juro, y he venido por el número que me dio Sergio

Begoña se ruborizó y bajó la mirada.

Apenas nos conocemos

No importa, lo esencial es que no te resulte desagradable. ¿Podemos tutearnos? No soy un regalo, lo sé. Además tengo una hija de ocho años que está con la abuela.

Alejandro temblaba ligeramente. Begoña, con una sonrisa soñadora, respondió:

Una hija es una bendición, siempre quise una.

Animado por esas palabras, Alejandro tomó las manos de Begoña, la acercó y la besó. Tras el beso, la miró a los ojos, donde brotaban lágrimas.

¿Te resulto desagradable? preguntó, sorprendido.

Para nada. No lo había imaginado, pero es dulce y tranquilo. No estoy robando a nadie

Desde entonces se encontraron cada fin de semana. Dos meses más tarde, Begoña y Alejandro contrajeron matrimonio y se establecieron en el mismo pueblo. Begoña consiguió trabajo en una guardería y, al año, dio a luz a una niña, a quien llamaron Clara. La familia creció con otra hija, Marta, y ambas fueron criadas con amor y atención por igual. Alejandro y Begoña envejecieron felices, y su amor se volvió tan robusto como el buen vino que se añeja con los años.

Sergio, en las sobremesas, a menudo le guiñaba el ojo a Begoña y decía:

¿Qué tal, Begoña? ¿Te gustó el esposo que te he presentado? Cada día eres más feliz. No te aconsejaría nada malo, ¡escucha a tu hermano!

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