**Diario de un hombre**
¿Fuiste tú quien me dejó en el orfanato? preguntó Román al desconocido al ver en su pecho la misma marca de nacimiento.
¡Bueno, chicos, me voy! gritó Román, subiéndose al escalón del tren que ya arrancaba. Desde el andén, sus amigos le despedían con la mano, alguno incluso intentó gritarle algo de último momento. Él sonrió.
Tres años habían pasado desde que regresó del servicio militar. En ese tiempo, logró conseguir trabajo y matricularse en la universidad a distancia. Pero esto, irse así, sin más, a otra ciudad, era la primera vez.
Lo que unía a sus amigos era una historia compartida: el orfanato. De niños, fueron hijos sin padres; ahora, adultos con sueños, metas y planes.
Ana y Pedro se casaron, compraron un piso con hipoteca y esperaban un hijo. Román estaba feliz por ellos, con un punto de envidia sana, porque deseaba lo mismo. Pero su camino fue diferente.
Desde los primeros años en el orfanato, intentó entender: ¿quién era? ¿De dónde? ¿Por qué acabó allí?
Sus recuerdos eran difusos, como fragmentos de un sueño, pero en lo más profundo quedaba el calor de algo bueno en el pasado. Lo único que supo fue que lo llevó un hombre: joven, bien vestido, de unos treinta años.
Se enteró por la tía Nuria, la limpiadora mayor, que aún no se había jubilado entonces.
Yo era más joven, tenía vista de águila dijo ella. Lo vi bajo la farola, agarrando al niño de la mano. El chiquillo no tendría más de tres años.
Le hablaba serio, como a un adulto. Luego tocó el timbre y desapareció. Salí tras él, pero era rápido, como si se lo hubiera tragado la tierra.
Lo reconocería al instante. Tenía la nariz afilada, como la de un torero. No vio coches cerca, así que era local. Y ni siquiera le puso guantes al niño.
Román no recordaba nada. Pero, con los años, dedujo que probablemente era su padre. Lo de su madre seguía siendo un misterio.
En el orfanato, lo dejaron bien vestido y aseado. Solo una cosa alarmó a los cuidadores: una gran mancha blanquecina en el pecho que subía hacia el cuello.
Al principio pensaron que era una quemadura, pero los médicos confirmaron que era una marca de nacimiento poco común. La tía Nuria decía que esas cosas se heredaban.
Vamos, tía Nuria, ¿quieres que vaya por las playas revisando pechos? bromeaba Román.
Ella solo suspiraba. Para él, ella era lo más cercano a una madre. Tras salir del orfanato, le dio refugio en su casa:
Quédate conmigo hasta que te den un piso. No es hora de andar de alquiler en alquiler.
Román contenía las lágrimas ya era un hombre. Pero, ¿cómo olvidar aquellas veces que, tras una paliza “justa”, lloraba en su regazo?
Siempre quiso proteger, aunque se enfrentara a mayores. Ella le acariciaba la cabeza y decía:
Eres bueno y honrado, Román. Pero la vida no será fácil para alguien como tú.
No lo entendió entonces. Años después, sí.
Ana estuvo en el orfanato desde bebé. Pedro llegó más tarde, cuando Román tenía once. Él era flaco y alto; Pedro, callado y frágil.
Lo trajeron tras una tragedia: sus padres murieron por alcohol adulterado. Al principio, Pedro se aisló.
Pero un día, algo los unió para siempre.
A Ana la molestaban. Pelirroja, pequeña y tímida blanco perfecto. Unos se burlaban, otros le tiraban del pelo, otros la empujaban. Ese día, los mayores se ensañaron.
Román no pudo quedarse quieto. Se interpuso, pero la fuerza no estaba de su lado. En diez minutos, estaba en el suelo, protegiéndose la cara. Ana gritaba, blandiendo su mochila como una espada.
De pronto, todo se detuvo. Golpes, burlas, gritos como si alguien apagara el ruido. Unas manos lo levantaron. Era Pedro.
¿Por qué te metiste? ¡Si ni pelear sabes!
¿Y qué, iba a dejar que la golpearan?
Pedro reflexionó, luego extendió la mano:
Eres buena gente. ¿Pacto?
Desde entonces, fueron inseparables.
Ana miraba a su salvador con tal admiración que Román le tapó la boca:
Cierra, que se te cuela una mosca.
Pedro rio:
Oye, pequeña, si te molestan, ven a mí. Diles que estás bajo mi protección.
Desde ese día, Pedro entrenó a Román en serio. Al principio fue aburrido prefería leer, pero Pedro sabía motivar.
Con el tiempo, Román disfrutó las mejoras: de un tres en gimnasia a un sobresaliente, músculos más fuertes, y las chicas mirándolo más.
Pedro fue el primero en irse del orfanato. Ana lloró, y él la abrazó:
No llores. Volveré. Nunca te he mentido.
Y volvió una vez, antes de irse al ejército. Cuando regresó, Ana ya hacía las maletas. Entró con su uniforme y un ramo de flores:
Vine por ti. Sin ti, todo era vacío.
Ana se había convertido en una mujer radiante. Al verla, Pedro soltó las flores:
¡Vaya! ¡Eres un milagro! ¿Quieres ser mi esposa?
Ella sonrió:
Sí. Tú tampoco estás mal.
Tras el ejército, destinaron a Pedro a la misma ciudad adonde iba ahora Román. Decidió visitarlos, sobre todo cuando naciera el bebé él sería el padrino.
Román se acomodó en el vagón, esta vez sin ahorrar y eligiendo primera clase. Necesitaba descansar antes de trabajar era obrero en construcción. Buen sueldo, sin horas extra tiempo para estudiar y amigos.
Al acostarse, oyó gritos en el pasillo. Un hombre exigía que desalojaran un compartimento.
Román quiso ignorarlo, pero luego reconoció una voz femenina entre lágrimas tan familiar que le encogió el corazón. Como la tía Nuria. Asomó la cabeza.
Una joven revisora temblaba frente a un compartimento.
¿Qué pasa?
Un tipo importante susurró ella. Una anciana derramó su t