Fui la niñera y cocinera gratuita de la familia de mi hijo hasta que me vieron en el aeropuerto con un billete de ida sin vuelta.
¡Nina, hola! ¿Te molesto? La voz de mi nuera, Carmen, chirriaba en el auricular con una alegría fingida.
Moví la cuchara en una sopa fría hacía rato. No molestas. Nunca estoy ocupada cuando necesitan algo.
Dime, Carmen.
¡Tenemos una noticia bomba! ¡Jorge y yo hemos comprado billetes, nos vamos a Grecia dos semanas! Todo incluido, ¿te lo imaginas? ¡Fue súper espontáneo, una oferta de última hora!
Lo imaginé: mar, sol, Jorge y Carmen. Y, fuera de plano, su hijo de cinco años, Dani. Mi nieto.
Enhorabuena. Me alegro mucho por vosotros dije con voz plana, como si leyera un prospecto de medicamento.
¡Justo! ¿Podrías quedarte con Dani, no? No puede ir a la guardería ahora, hay un brote de varicela.
Y además tiene natación, no debería faltar. Y la logopeda la semana que viene, te mando el horario por WhatsApp.
Hablaba rápido, sin dejarme meter palabra, como si temiera que pensara y me negara. Aunque nunca me negaba.
Carmen, pensaba ir un par de días a la casita del pueblo, con este buen tiempo empecé, sin creerme ni yo mi débil intento.
¿Al pueblo? Su tono sonó genuinamente sorprendido, como si hubiera dicho que iba a la Luna. Nina, ¿qué dices? El niño necesita atención, y tú hablando de tomates. ¡No nos vamos de juerga, es por salud! ¡Aire puro, vitaminas!
Miré por la ventana al patio gris. Mi aire puro. Mis vitaminas.
Ah, y otra cosa continuó Carmen sin pausa. El miércoles llega el pienso del gato, premium, doce kilos. El repartidor viene de diez a seis, así que no salgas, ¿vale? Y riega las plantas, sobre todo la orquídea. Es delicada.
Enumeraba mis obligaciones como algo obvio. No era una persona, era una función. Una aplicación gratuita en su vida cómoda.
Vale, Carmen. Claro.
¡Eres un sol! Sabía que podía contar contigo trinó, como si me hubiera concedido un gran favor. ¡Beso, voy a hacer la maleta!
Colgó. Dejé el móvil sobre la mesa lentamente.
Mi mirada cayó en el calendario de la pared. El sábado estaba marcado en rojo: quedada con mis amigas, a las que no veía casi un año.
Cogí un trapo húmedo y borré la marca de un gesto. Como si borrara otro pedacito de mi vida no vivida.
No sentía rabia, ni rencor. Solo un vacío pegajoso y una pregunta clara: ¿Cuándo se darán cuenta de que no soy un servicio gratuito, sino una persona?
Quizá cuando me vean en el aeropuerto con un billete de ida.
Trajeron a Dani al día siguiente. Jorge, mi hijo, entró cargado con una maleta enorme, una bolsa de natación y tres bolsas de juguetes. Evitaba mirarme a los ojos.
Mamá, vamos con prisa, que perdemos el vuelo dijo rápido, dejando todo en el pasillo.
Carmen entró detrás, en modo vacaciones: vestido ligero, sombrero de paja. Echó un vistazo rápido a mi humilde piso, evaluando.
Nina, no le pongas muchas pelis a Dani, mejor léele. Y poco dulce, que luego se pone imposible. Aquí tienes una lista con todo me alargó un folio doblado en cuatro. Horarios, teléfonos, menús.
Hablaba como si fuera la primera vez que cuidaba a mi nieto. Como si no lo hubiera hecho desde que nació, mientras ellos ascendían en sus trabajos.
Carmen, sé lo que le gusta dije bajito.
Saber es una cosa, la dieta otra cortó. Dani, pórtate bien con la abuela. ¡Te traeremos un coche grandote!
Se fueron, dejando un rastro de perfume caro y corriente de aire.
Dani, al verse solo, lloró. Los primeros tres días fueron un maratón: natación a un lado de Madrid, logopeda al otro. Rabietas, noches en vela y un interminable “quiero a mamá”.
El cuarto día llamé a Jorge. Justo llegaban al hotel.
¿Mamá? ¿Pasa algo con Dani? su voz sonó tensa.
Con Dani todo bien. Quería hablar Estoy agotada. No puedo con este ritmo. ¿Podríais contratar a una canguro unas horas al día? Yo pago la mitad.
Silencio. Luego, un suspiro.
Mamá, no empieces, ¿vale? Acabamos de llegar. Carmen ya estaba nerviosa. ¿Qué canguro? Tú eres su abuela. Esto debería ser un gusto para ti.
Jorge, el gusto no quita el cansancio. No soy joven.
Es que no estás acostumbrada dijo, condescendiente. Te adaptarás. No arruinemos las vacaciones. No viajamos tanto. ¡Carmen me llama!
Colgó. Y algo en mí se heló. No era rabia. Era la comprensión fría y clara: para él, no soy su madre, a la que le cuesta. Soy un recurso. Fiable, probado y, sobre todo, gratis.
El miércoles llegó el pienso. El repartidor dejó el saco de doce kilos en la puerta y se fue. Me costó diez minutos arrastrarlo dentro. Me senté en el suelo, junto a ese saco que olía a pescado, y me reí. En silencio.
Por la noche, Carmen llamó. Se oían olas y música.
Nina, ¿regaste mi orquídea? Solo con agua reposada, ¿eh? ¡Y no mojes las hojas!
No preguntó por Dani. Ni por mí. Solo por su planta.
Sí, Carmen. Todo bajo control dije, mirando el maldito saco.
Esa noche apenas dormí. No pensaba en el pueblo ni en mis amigas. Abrí el armario, saqué mi vieja libreta de ahorros y mi pasaporte. Los miré, pasando los dedos por las tapas.
La idea que había tenido ya no era una fantasía. Era un plan.
El décimo día, Jorge llamó.
Mamá, ¿cómo está el campeón?
Durmiendo.
Mira, nos han ofrecido quedarnos una semana más. ¡Es una ganga! Pero nos falta dinero Su tono se volvió empalagoso. ¿Podrías? Oye, tienes esos pendientes de zafiros de la abuela. Tú no los usas.
¿Qué quieres, Jorge? dije, serena.
Llévalos al Monte de Piedad. Dan buen dinero. ¡Luego los recuperamos! ¿Para qué guardarlos? ¡Esto son experiencias!
Detrás, Carmen gritó: “¡Nina, son solo cosas!”.
Solo cosas. Mis recuerdos. Mi familia. Mi vida. Algo para empeñar y pagar sus “experiencias”.
En ese momento, algo en mí se congeló del todo. No se rompió. Se volvió frío, duro, cristalino.
Vale dije. ¿Cuánto necesitáis?
¡50.000! ¡Eres la mejor! Mándanos foto del recibo.
Claro, hijo. Disfrutad.
Colgué. Abrí la puerta del cuarto. Dani dormía, haciendo ruiditos. Mi niño, que solo me tenía a mí.
El hielo en mi pecho se resquebrajó. No podía abandonarlo. Pero tampoco podía seguir así.
Envié un mensaje a Jorge: “No venderé los pendientes. Vuestras vacaciones terminan en







