Durante años fui para mi familia la niñera y cocinera gratuita, hasta que me vieron en el aeropuerto con un billete de ida.
Nina, ¡hola! ¿Te molesto? La voz de mi nuera, Carmen, sonó falsamente alegre en el auricular.
Moví la cuchara en una sopa que ya se había enfriado. No, no molestaba. Nunca estaba ocupada cuando necesitaban algo.
Dime, Carmen.
¡Tenemos una noticia bomba! ¡Alejandro y yo nos hemos pillado unos billetes a Tenerife, dos semanas, todo incluido! ¿Te lo imaginas? ¡Fue una oferta de última hora!
Lo imaginé. Playa, sol, Alejandro y Carmen. Y, en algún lugar fuera de escena, su hijo de cinco años, Lucas. Mi nieto.
Enhorabuena. Me alegro mucho por vosotros dije con voz plana, como si leyera un prospecto médico.
¡Ah! ¿Te quedarás con Lucas, verdad? No puede ir a la guardería ahora, hay otro brote de varicela. Además, tiene natación, no debería faltar. Y la logopeda la semana que viene. Te mando el horario.
Hablaba rápido, sin dejarme intervenir, como si temiera que pensara en decir que no. Aunque nunca lo había hecho.
Carmen, pensaba ir a la casa del pueblo unos días, mientras hace buen tiempo comencé, sin creer en mi propio intento de excusa.
¿La casa del pueblo? su voz sonó genuinamente sorprendida, como si hubiera dicho que iba a la luna. Nina, por favor, ¿qué importa eso ahora? Lucas necesita atención, no puedes pensar en huertos. No vamos de juerga, es por salud. ¡Aire marino, vitaminas!
Miré por la ventana al patio gris. Mi aire marino. Mis vitaminas.
Y otra cosa continuó sin pausa, el miércoles llega el pienso del gato, premium, doce kilos. El repartidor vendrá de diez a seis, así que no salgas, ¿vale? Y riega las plantas, sobre todo la orquídea. Es delicada.
Enumeraba mis obligaciones como algo obvio. Yo no era una persona, sino una función. Una aplicación gratuita en su vida cómoda.
Vale, Carmen. Como siempre.
¡Eres un sol! Sabía que podía contar contigo gorjeó como si me hubiera hecho un gran favor. ¡Beso, voy a hacer la maleta!
El tono de llamada cortó la conversación.
Dejé el móvil sobre la mesa despacio.
Mi mirada cayó en el calendario de pared. Un círculo rojo marcaba el sábado siguiente: la quedada con mis amigas, a las que no veía desde hace un año.
Tomé un trapo húmedo y borré la marca con un gesto seco. Como si borrara otro pedacito de mi vida no vivida.
No sentía rabia ni rencor. Solo un vacío pegajoso y una pregunta clara: ¿cuándo se darían cuenta de que no era un servicio gratuito, sino una persona?
Quizás cuando me vieran en el aeropuerto con un billete de ida.
Lucas llegó al día siguiente. Alejandro, mi hijo, entró cargado con una maleta enorme, la bolsa de natación y tres bolsas de juguetes. Evitaba mirarme a los ojos.
Mamá, no podemos quedarnos, que perdemos el vuelo dijo rápido, dejando todo en el pasillo.
Carmen entró detrás, ya en modo vacaciones: vestido ligero, sombrero de paja. Echó un vistazo rápido a mi humilde piso, evaluándolo.
Nina, no le pongas muchos dibujos a Lucas, mejor léele. Y poco dulce, que luego se vuelve insoportable. Aquí tienes una lista con todo me alargó un folio doblado en cuatro. Horarios, teléfonos de la logopeda, el entrenador Y lo que debe comer cada día.
Hablaba como si nunca hubiera cuidado a mi nieto. Como si no lo hubiera hecho desde que nació, mientras ellos ascendían en sus trabajos.
Carmen, sé lo que le gusta dije en voz baja.
Saber no es lo mismo que seguir una dieta cortó. ¡Vamos, Lucasito, pórtate bien con la abuela! ¡Te traeremos un coche enorme!
Se fueron, dejando un rastro de perfume caro y corriente de aire.
Lucas, al verse solo, lloró. Los primeros tres días fueron un maratón: natación en un extremo de Madrid, logopeda en el otro. Rabietas, noches en vela y un constante “quiero a mamá”. Caía rendida cada noche.
Al cuarto día, llamé a mi hijo. Justo llegaban al hotel.
¿Mamá? ¿Pasa algo? ¿Está Lucas bien? su voz sonó tensa.
Lucas está bien. Quería hablar Esto es demasiado para mí. No puedo con este ritmo. ¿Podríais pagar a una canguro unas horas al día? Yo pondría la mitad.
Silencio al otro lado. Luego, un suspiro.
Mamá, no empieces, ¿vale? Acabamos de llegar. Carmen ya estaba nerviosa antes de viajar. ¿Qué canguro? No dejamos a Lucas con cualquiera. Eres su abuela, esto debería ser un gusto para ti.
Alejandro, el gusto no quita el cansancio. No soy joven.
Es que no estás acostumbrada insistió. Ya te adaptarás. No nos amargues las vacaciones. No viajamos tanto. Bueno, mamá, Carmen me llama.
Colgó. Y algo dentro de mí se heló. No era rabia. Era la fría certeza de que, para él, yo no era su madre, sino un recurso. Fiable, gratuito.
El miércoles llegó el pienso. El chico de la entrega dejó el saco de doce kilos en la puerta sin más. Me costó diez minutos arrastrarlo dentro, con la espalda a punto de romperse. Cuando lo logré, me senté junto al saco, que olía a pescado seco, y me reí. Sin sonido.
Esa noche llamó Carmen. Se oían olas y música.
Nina, ¿regaste mi orquídea? Solo con agua reposada, ¿eh? Y en la tierra, no en las hojas.
No preguntó por Lucas. Ni por mí. Solo por la planta.
Sí, Carmen. Todo bajo control.
Aquella noche no dormí. No pensaba en la casa del pueblo ni en mis amigas. Abrí el armario, saqué mi vieja libreta de ahorros y el pasaporte. Los miré, pasando los dedos por las tapas.
La idea que había tenido días atrás ya no era una fantasía. Era un plan.
El décimo día sonó el teléfono. Era Alejandro.
Mamá, ¡nos encanta aquí! El hotel nos ofrece otra semana con descuento. ¿Te imaginas?
Callé. Sabía lo que venía.
Es que nos hemos quedado cortos de dinero su tono era empalagoso. Mamá, ¿podrías?
Carmen recordó que tienes los pendientes de zafiros de la abuela. Total, no te los pones.
¿Qué quieres, Alejandro? pregunté, helada.
Llévalos al Monte de Piedad, ¿sí? soltó. Dan buen dinero. Luego los rescatamos. ¡Palabra! ¿Para qué los guardas? ¡Aquí estamos viviendo experiencias únicas!
Carmen gritó de fondo: “¡Alejandro, no seas tímido! Nina, son solo unos pendientes, ¡deja que disfrutemos!”.
“Solo unos pendientes”. Mis recuerdos. Mi familia. Mi vida. Algo para empeñar y pagar sus “experiencias únicas”.
Y, en ese momento, algo dentro de mí se congeló del todo. No se rompió. Se volvió hielo, afilado y claro.
El vacío se llenó de una decisión fría y nítida.
Vale dije. ¿Cuánt