Fui a recoger a mi mujer y a nuestras gemelas recién nacidas del hospital — pero allí solo encontré a las niñas y una nota.

Cuando conduje hacia la planta de maternidad en Barcelona, llevaba un ramillete de globos de colores en el asiento del copiloto. Estaba eufórico: ¡hoy por fin me llevaría a mis hijas a casa!

No podía esperar a ver la reacción de Elena al descubrir la habitación de las niñas, recién decorada, al probar la cena que había preparado y al fijarse en las fotos enmarcadas que había colocado sobre la repisa de la chimenea. Después de nueve meses de dolores de espalda, náuseas matinales y las constantes críticas de mi madre, Catalina, creía que Elena se merecía un momento de auténtica felicidad.

Este día debía ser la culminación de nuestro gran sueño familiar.

Entré directamente a la sección de neonatología, saludé con un gesto a las enfermeras de la recepción y me dirigí corriendo a la habitación de Elena. Pero apenas abrí la puerta, me quedé clavado en el sitio.

Mis hijas, Luna e Inés, dormían plácidamente en sus cunas. Pero no había ni rastro de Elena. Al principio pensé que tal vez había salido un momento a tomar aire, hasta que vi la nota. Con los dedos temblorosos la desdoblé y leí:

“Adiós. Cuida de ellas. Y pregúntale a tu madre POR QUÉ me hizo esto.”

El mundo empezó a darme vueltas. Volví a leer y releer, pero las palabras no cambiaban y seguían doliendo igual. Sentí un frío punzante que se me metió en el cuerpo y me mantuvo petrificado en el mismo lugar.

¿Por qué? ¿Cómo podía…? No, no podía ser cierto. ¿Acaso Elena no parecía feliz?

Justo en ese momento entró una enfermera con una carpeta bajo el brazo:
— “Buenos días, aquí tengo los papeles del alta…”

— “¿Dónde está mi mujer?” solté con urgencia.

La enfermera frunció el ceño, un poco desconcertada:
— “Ella se fue esta mañana. Dijo que usted ya lo sabía.”

— “¿Se fue? ¿A dónde? ¿Mencionó si estaba enfadada o algo?” Agité la nota, buscando desesperado una respuesta.

La enfermera suspiró:
— “Parecía tranquila, solo un poco callada. ¿De verdad no le dijo nada?”

Negué con la cabeza:
— “Nada… solo dejó esto.”

Como si estuviera en trance, salí del hospital con las sillas de coche donde dormían Luna e Inés, y la nota aún arrugada en mi puño.

Elena había desaparecido. Mi mujer, la persona a la que creía conocer mejor que a nadie, se había marchado sin una palabra de advertencia. Me quedé únicamente con dos bebés diminutas, mis planes rotos y un mensaje inquietante.

Al llegar a nuestro hogar en las afueras de Barcelona, vi a mi madre, Catalina, de pie en el porche, sosteniendo una bandeja que despedía un aroma a queso gratinado y patatas. Normalmente, ese olor me hubiera tranquilizado, pero ya no había nada que pudiera calmar la tormenta que sentía por dentro.

— “¡Ay, déjame ver a mis preciosas nietas!” exclamó, dejando la bandeja a un lado y caminando hacia mí. “Son hermosas, Toni.”

Retrocedí, sujetando la silla de coche con fuerza:
— “Ahora no, mamá.”

Su sonrisa se desvaneció, y vi la preocupación reflejada en sus ojos:
— “¿Qué ha pasado?”

Le metí la nota en la mano:
— “Esto ha pasado. ¿Qué le hiciste a Elena?”

La cara se le puso pálida mientras leía las líneas escritas, y sus dedos temblaron como si fuera a desmayarse.

— “Toni, yo… no sé de qué va esto,” susurró. “Elena siempre ha sido muy sensible; quizá…”

— “¡Basta!” la interrumpí con un grito, que resonó en el porche. “Nunca te cayó bien. Siempre buscabas la forma de criticarla, de hacerla sentir mal.”

— “Solo quería protegerte,” respondió con voz rota, a punto de llorar.

Me di la vuelta, con el estómago revuelto. Fuera lo que fuese que había hecho mi madre, había lastimado tanto a Elena que ella se había marchado. Y ahora me tocaba a mí recoger los pedazos.

Esa noche, después de acostar a Luna e Inés, me senté a la mesa de la cocina con la nota en una mano y un vaso de whisky en la otra. Las explicaciones de mi madre aún daban vueltas en mi cabeza, pero en mi interior solo se repetía una pregunta ardiente: ¿Qué has hecho, mamá?

Empecé a rebuscar entre las cosas de Elena, deseando hallar alguna pista. Debajo de su joyero encontré un papel doblado, con la inconfundible letra de mi madre. Mi corazón se aceleró al leer:

“Elena, nunca serás lo bastante buena para mi hijo. Lo engañaste con este embarazo, pero no me vas a tomar el pelo. Si de verdad te importan, vete antes de arruinar sus vidas.”

Las manos me temblaron, y el papel cayó al suelo. Allí estaba la razón. Por eso Elena se había ido. Mi madre la había estado presionando en secreto —quizá durante meses o incluso años— sin que yo me diera cuenta.

Por más tarde que fuera, corrí hacia la habitación de invitados y aporreé la puerta hasta que Catalina salió.

— “¿Cómo pudiste hacerlo?” le grité, agitando la carta ante su cara. “Pensaba que solo te entrometías, ¡pero esto es pura maldad! ¿Cuánto tiempo llevabas atormentándola así?”

Sus ojos recorrieron su propia letra, y se quedó lívida:
— “Toni, déjame explicar—”

— “¡No!” la callé. “Elena se ha ido porque tú la hiciste sentir como una inútil. Ahora me quedo yo solo, con dos recién nacidas. ¿Estás contenta?”

Las lágrimas le resbalaron por las mejillas:
— “Solo quería protegerte. Ella…”

— “Ella es la madre de mis hijas. No tienes derecho a decidir si es ‘lo bastante buena’ o no. Coge tus cosas y vete de mi casa.”

— “No lo dirás en serio…”

— “Más en serio que nunca.”

Sus labios temblaron, pero algo en mi mirada debió confirmarle que no bromeaba. Una hora más tarde, su coche se perdía en la oscuridad.

Lo que vino después fue una pesadilla.

Entre noches sin dormir, montones de pañales y llantos interminables (a veces de las bebés, a veces míos) apenas podía mantenerme en pie. Sin embargo, cada minuto libre lo dedicaba a pensar en Elena.

La llamé, le mandé mensajes, contacté a sus amigas y familiares. Nadie tenía noticias suyas. Solo una antigua compañera de la universidad, Marta, mostró cierta vacilación al hablar:

— “Una vez me dijo que se sentía ‘atrapada’, no por ti, Toni, sino por el embarazo y la presión que tu madre le metía. Catalina repetía que las gemelas estarían mejor sin Elena…”

El corazón se me encogió: — “¿Por qué no me lo contaste?”

— “Elena tenía miedo de que tu madre te volviera en su contra. Yo le insistí en que hablara contigo, pero…” Marta suspiró. “Lo siento. Tendría que haber insistido más.”

— “¿Crees que está a salvo?”

— “Eso espero. Es más fuerte de lo que cree. No te rindas, Toni.”

Las semanas se convirtieron en meses.

Una tarde, mientras Luna e Inés dormían, recibí un mensaje de un número desconocido. Mi corazón casi se detuvo cuando abrí la foto: era Elena, aún en el hospital, sosteniendo a nuestras hijas. Tenía el rostro agotado, pero al mismo tiempo mostraba una extraña serenidad. Debajo, ponía:

“Ojalá pudiera ser la madre que se merecen. Ojalá me perdones.”

Llamé al instante, pero nadie contestó. Mis mensajes no fueron respondidos, como si gritara al vacío. Sin embargo, aquella imagen me devolvió la esperanza: ella seguía con vida y, de alguna manera, pensaba en nosotras. No pensaba rendirme.

Pasó un año sin la menor pista de dónde podía estar. Las gemelas cumplieron un año, y traté de celebrarlo con globos y una pequeña tarta, pero me sentía incompleto. Amaba con locura a mis niñas, pero la ausencia de Elena me consumía.

Esa noche, después de recoger algunos juguetes del suelo, oí que llamaban a la puerta.

Creí que era producto de mi imaginación. Sin embargo, allí estaba Elena, con una pequeña bolsa de regalo en la mano y lágrimas en los ojos. Parecía más sana —con mejillas más rellenitas y un porte más decidido—, pero aún podía ver un atisbo de tristeza tras su sonrisa.

— “Lo siento,” susurró.

Sin dudarlo, la atraje hacia mí en un abrazo fuerte. Rompió a llorar sobre mi hombro, y por primera vez en un año volví a sentirme completo.

En las semanas siguientes, Elena me contó cómo había sufrido depresión posparto, cómo las palabras hirientes de mi madre la habían marcado y cómo temía no ser suficiente para nuestras gemelas.

— “Me fui para no hundirme más… ni a ellas conmigo. La terapia me ayudó poco a poco a volver a ser yo.”

— “Nunca quise que te fueras,” le dije una noche, sentados en el suelo de la habitación de las niñas. “Pero ahora lo superaremos juntos.”

Y así fue. No resultó sencillo —sanar jamás es fácil—, pero el amor, la determinación y la alegría diaria de ver a Luna e Inés crecer nos dieron la fuerza para recomponer todo aquello que casi habíamos perdido.

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MagistrUm
Fui a recoger a mi mujer y a nuestras gemelas recién nacidas del hospital — pero allí solo encontré a las niñas y una nota.