—¡No soy de acero! Me duele por mi hijo y por mi nieto, pero ya no voy a doblegarme ante mi nuera —dice con amargura Carmen Méndez, una mujer de 62 años de Sevilla.
—Todavía no entiendo para qué quería un hijo esa Marina, si después del parto siguió viviendo para su carrera y el espejo —comenta Carmen con tristeza.
Su hijo, Javier, es inteligente y ambicioso. A sus 35 años, ocupa un puesto directivo en una importante empresa de tecnología. Pero su esposa, Marina, fue aún más lejos: es nueve años mayor que Javier y ya había construido una carrera impresionante en una multinacional. Durante años, los hijos ni siquiera estaban en sus planes. Temía perder su posición, quedarse “fuera de juego”, ceder el paso a alguien más joven y hambriento de éxito.
Vivían, como se suele decir, a lo grande: un piso de lujo en Madrid, una casa en la sierra, coches de última gama, viajes por Europa. Pero el cariño en su hogar escaseaba. Se veían menos en casa que con sus socios de negocios. Y Carmen, aunque no se metía, sufría por su hijo, notando cómo se agotaba intentando ser un buen marido, como si chocara contra un muro.
Cuando Marina, a los 40, anunció de pronto que estaba embarazada, toda la familia quedó en shock. Hasta el propio Javier dudaba si alegrarse o preocuparse. Y la suegra, que ya había perdido la esperanza de tener nietos, lloró de felicidad. Pero pronto la alegría dio paso a la inquietud.
—Ni siquiera en los últimos meses de embarazo dejó la oficina. Dio a luz casi en medio de una reunión de trabajo. No soltaba el móvil ni en la habitación del hospital —recuerda Carmen—. Pensé que iría directa del paritorio a su despacho.
Sin embargo, las primeras semanas tras el nacimiento de su hijo, Marina pareció transformarse. Las hormonas hicieron su efecto: no dormía, no se separaba del bebé, temiendo perderse hasta su más mínimo gesto. A nadie dejaba entrar en casa… ni siquiera a su suegra. Todo lo hacía ella sola. Pero duró poco.
En cuanto dejó de amamantar, la cuestión de volver al trabajo se volvió urgente. Marina decía que la empresa se hundía, que su suplente arruinaba proyectos, y que si no regresaba, todo se perdería. Encontrar niñera no fue fácil: Marina no confiaba en nadie. Así que le propuso a Carmen cuidar al niño a cambio de un sueldo. Ella aceptó, esperando que eso las uniera.
—Al principio era perfecto. Yo cuidaba al pequeño, los fines de semana descansaba, y los padres se quedaban con él. Hasta me hacía feliz —por fin estaba con mi nieto—, rememora la abuela.
Pero pronto empezaron los problemas. Marina despidió a la asistenta y le pidió a Carmen no solo que cuidara al niño, sino que limpiara y cocinara. Claro, le pagaba, pero la carga se hizo insoportable… un bebé exige atención constante.
—Una vez estaba limpiando la nevera en la cocina, mientras el niño dormía en el corralillo. El dormitorio estaba en el segundo piso, demasiado lejos. Quería hacerlo rápido para no molestar al pequeño —explica Carmen.
Pero cuando Marina llegó y lo vio en el corral, estalló como un polvorín:
—¿Por qué no está en su cuna? ¿Por qué no lo has sacado a pasear? ¡Te pago un buen dinero para que esté bien atendido! Quiero que duerma, que coma, que esté impecable.
Al día siguiente, volvieron a contratar a una asistenta. Y con ella, llegó el control absoluto: cámaras en cada habitación, informes diarios. Hasta el más pequeño rasguño merecía un reproche. Carmen se sentía menos una abuela y más una sirvienta bajo lupa.
—Hasta tenía miedo de ir al baño —confiesa con lágrimas—. Siempre sentía que alguien me vigilaba. Y mi hijo defendía a Marina: “Mamá, sé más comprensiva, al fin y al cabo te pagan”. Pero no es un trabajo… ¡me duele el alma!
Tras otra discusión, cuando Marina la llamó “inútil y vaga”, Carmen no pudo más.
—Se acabó. Me voy. No soy vuestra esclava. Si queréis, buscad una niñera con máster, pero no me arrastréis más a vuestras batallas —dijo, y se marchó.
Desde entonces, Marina ni siquiera la deja pisar el umbral de su casa. No le enseña al nieto. Y Javier… Javier calla. Le envía mensajes fríos una vez al mes, pero siempre del lado de su esposa.
—¡No soy una máquina! Me duele, me duele tanto. Viví por mi familia, por mi nieto… —susurra Carmen—. Pero ya no me doblegaré. No crié a mi hijo para esto. Ahora, que vivan como quieran. Aunque por algo las niñeras no les duran ni una semana… Parece que no todas aguantan sus “reglas perfectas”.
Si Marina alguna vez se hubiera acercado y dicho: “Perdona”, quizá habría sido distinto. Pero ahora los puentes están quemados.