«¡Fuera de mi casa!», le grito a mi suegra cuando vuelve a lanzarme insultos.
Todo lo que he temido siempre ha sido la ira de mi suegra, con la que ya he estado casada. En ese aspecto, creo que he tenido suerte. Mi primer marido, Carlos, salió de un orfanato y no tenía padres. Con él no funcionó la relación; sólo duramos cinco años y yo solicito el divorcio. Cuando nos casamos todavía estudio en la universidad. Al cabo de un año, Carlos empieza a beber, se endeuda y sus problemas repercuten también en mí. Abandono los estudios para trabajar y pagar sus deudas.
Con aquel matrimonio solo acumulo dificultades. Cuando firmo el divorcio respiro aliviada: por fin no habrá más problemas.
Durante dos años estoy sola, me recupero y poco a poco me vuelvo a levantar. Entonces conozco a Roberto. No está casado ni ha tenido relaciones serias. Todo avanza rápidamente: me propone matrimonio y yo acepto. Luego vamos a casa de su madre.
Al cruzar el umbral ya percibo la mirada enfadada de Doña Carmen, la madre de Roberto. Me lanza un hola escaso y se retira a otra habitación. Al principio no entiendo qué ocurre; tal vez mi ropa o mi aspecto no le gustan, pero llevo un traje discreto. Sentada a la mesa, Doña Carmen me mira sin decir nada. Ese gesto me incomoda y, sonrojada, ella rompe el silencio con un tono mordaz.
Vaya, ¿así que no tienes estudios? dice, sonriendo con desdén. Yo dudo un instante y respondo con calma, tomando un sorbo de té.
Mi formación está incompleta; la vida me ha impedido terminar la carrera, pero tengo la intención de hacerlo.
Doña Carmen gruñe y prosigue:
¿Planeas terminar la carrera? ¿Y luego, cuando seas esposa, cuándo criarás a los hijos, cocinarás para tu marido y limpiarás la casa? Eres una princesa. Ríe, vuelve a beber té y deja la taza sobre la mesa. Te diré algo, mi hijo no necesita a una virgen como tú.
A usted le parece que soy normal, tanto por apariencia como por figura, y que aún no posee juiciopienso, sintiéndome ofendida. Me levanto de inmediato, corro al baño y lloro desconsolada. Una mujer desconocida me insulta sin razón y mi esposo guarda silencio. Decido marcharnos de su casa lo antes posible.
No quiero volver a entrar allí, pero Doña Carmen sigue apareciendo en nuestra vivienda, intentando humillarme y herirme cada vez que puede.
Acudo a un psicólogo para averiguar qué hacer. Tras varias sesiones comprendo que mi suegra es una manipuladora típica y que yo he sido su víctima al permitirle ofenderme. Cuando vuelve a insultarme, le ordeno que abandone mi casa. Ya no nos vemos y eso me basta; mi marido no tiene nada que decir al respecto.







