—¿Y tú qué haces aquí? ¡Lárgate de mi piso, soy la nueva mujer de tu marido! —me espetó una rubia en la puerta.
La llave giró en la cerradura con un chirrido tenso, poco habitual.
Empujé la puerta, esperando el olor conocido de mi hogar: una mezcla de mi perfume y el leve aroma del barniz para el suelo.
Pero me golpeó un aroma ajeno, empalagoso y dulzón.
Me quedé paralizada en el umbral, sin encender la luz. Algo no iba bien.
En el perchero del recibidor, junto al abrigo de mi marido, colgaba un cárdigan rojo chillón que nunca había visto.
Mis zapatillas de estar por casa, siempre dejadas junto a la entrada, estaban arrinconadas en un rincón, y en su lugar, unos elegantes tacones de mujer.
El corazón me dio un vuelco. Había vuelto del viaje de trabajo un día antes, queriendo dar una sorpresa. Parece que la sorpresa era para mí.
Avancé lentamente hacia el salón, intentando no hacer ruido. Sobre la mesa auxiliar, un jarrón con lirios frescos. Yo odiaba los lirios, me daban alergia.
Alejandro lo sabía perfectamente.
Junto al jarrón, un libro abierto con portada brillante. No era mío.
Saqué el móvil. Los dedos me temblaron al marcar su número. Los tonos de llamada, interminables, acabaron con mi compostura. No contestaba.
En la cocina, huellas de una cena reciente. Dos tazas de nuestra vajilla de boda en el fregadero. En una, el rastro de un labial rosa intenso.
Un zumbido crecía en mi cabeza, como un enjambre de abejas. No podía ser verdad.
Era una broma de mal gusto. ¿Quizá había venido su prima de Zaragoza, de la que a veces hablaba? Pero ¿por qué no me avisó?
Volví a llamar. Nada.
De repente, la llave giró de nuevo en la cerradura. Retrocedí hacia la sombra, pegada a la pared.
La puerta se abrió, y entró una rubia joven. Dejó las bolsas de la compra con naturalidad, como si lo hubiera hecho mil veces, y se quitó los zapatos.
Al girarse para encender la luz, me vio.
No hubo miedo en su rostro. Solo una leve sorpresa que se tornó en fría irritación. Me escrutó de arriba abajo.
—¿Sigues aquí? —preguntó, como si fuera un trasto olvidado que la asistenta no hubiera guardado.
No pude responder. Solo la miraba, sin aire en los pulmones.
Ella resopló, cruzando los brazos. Su mirada se endureció.
—No voy a repetirlo. Recoge tus cosas y lárgate de mi casa.
El shock inicial dio paso a una ira glacial. Di un paso adelante, saliendo de las sombras.
—¿Tu casa? ¿Estás bien de la cabeza? Este piso es mío. Mío y de mi marido.
La rubia soltó una risa corta, desagradable.
—Exmarido —corrigió, marcando cada sílaba—. Y el piso es mío ahora. Nuestro. Vivimos aquí. Parece que te cuesta entenderlo.
Pasó al salón, cogió la manta que traje de Estocolmo el año pasado y la tiró al sofá con gesto de asco.
—Alejandro pidió que esto fuera sin dramas. Odia las escenas. Así que sé buena chica: coge lo necesario y vete.
Mi mente se negaba a aceptar la realidad. Parecía una obra de teatro absurda.
—No me voy a ninguna parte —dije firme, aunque la voz me tembló—. Llamaré a la policía.
—Adelante —se encogió de hombros—. ¿Y qué les dirás? ¿Que la exmujer se niega a irse? Se reirán. Los papeles están en orden.
Fue al aparador, donde estaban nuestras fotos. Cogió una: sonreíamos en Italia.
—Qué bonito —dijo con falsa dulzura—. Pero es basura. Pronto habrá fotos nuevas.
Y la estrelló contra el cubo de la basura. El cristal se hizo añicos.
Ese sonido fue la gota que colmó el vaso. Me abalancé sobre ella.
—¡¿Quién te crees que eres?!
Me apartó con facilidad. Frágil, pero fuerte.
—Te dije: sin dramas —sis