**La Loca**
–Diego, déjame entrar. ¡Déjame! Soy tu madre. ¡Tienes que darme dinero o no me dejarán volver! – el golpeteo monótono en la puerta no cesaba, ni tampoco los gritos–. ¡Estás obligado!
Diego se apoyó contra la puerta por el otro lado y cerró los ojos. No, no la abriría. Ya había soportado suficiente, toda una infancia cargando con el estigma de ser «el diferente».
El joven entró en su habitación, se tendió en la cama, se puso los auriculares y subió el volumen de la música.
De sus primeros años, Diego recordaba poco. Tal vez, en su quinto cumpleaños, le regalaron un coche de radiocontrol, hubo una tarta y algunos amigos del parvulario. Su padre aún estaba con ellos entonces.
Pero luego, llegaron esas personas de aquella extraña organización, y con ellas se acabaron las celebraciones.
Su madre cayó rápidamente bajo la influencia de la hermandad. Su padre, incapaz de soportar su fanatismo, abandonó la familia, firmó el divorcio y aceptó pagar una pensión para su hijo.
Pero ese dinero nunca se usó para vestir o alimentar al niño. Desde pequeño, Diego veía la hermandad como un pulpo, acechando a su presa.
Parecía pacífica y peculiar por fuera. Pero de pronto, zas, y ya no podías escapar de sus tentáculos.
Su sexto cumpleaños no se celebró. Ni los siguientes diez, porque en la organización no se consideraban días especiales.
En cambio, tenían sus propios «días sagrados», donde se permitía comer algo más sabroso. El resto del tiempo, Diego y su madre iban de casa en casa predicando su doctrina, junto a otros adeptos.
Vendió el piso rápidamente, ayudada por los abogados de la hermandad. Diego terminó prácticamente sin nada, con un empadronamiento en un barrio remoto de algún pueblo.
El dinero, como era de esperar, fue a parar a la comunidad.
Todos sus años de escuela vivieron en una habitación compartida con otras mujeres y niños. Vestían ropa de «ayuda humanitaria» del extranjero. Y predicaban sin descanso.
En el colegio, se reían de Diego. Él se defendía a golpes, y recibía castigo doble: primero en la calle, luego en la comunidad, por la ropa rota y por no predicar con suficiente fervor.
Al final, lo consideraron un caso perdido, un lastre inútil. Y así fue como escapó. A los dieciséis, Diego huyó a una ciudad a mil kilómetros de su pueblo natal.
Entró en un instituto, empezó a trabajar joven, luego la universidad. Ahora era un programador exitoso, acababa de comprar un piso.
Pero el miedo que lo persiguió tantos años se había cumplido. Su madre y sus fanáticos religiosos lo habían encontrado. Lo veían como una víctima fácil, alguien a quien exprimir.
***
Todo empezó una semana atrás, cuando su madre, a quien apenas reconoció, lo esperó a la salida del trabajo:
–Hola, hijito, llevo aquí tres horas esperándote.
–¿Y para qué?
–¡Pero si soy tu madre! Vine a verte, te echaba de menos. ¿No te alegras?
–No, no te llamé ni te esperaba. No entrarás en mi casa. Pero si tienes hambre, te compro algo de comer.
–Gracias, hijito, comamos juntos. –su madre sonrió, satisfecha con el resultado.
Diego le compró comida y se sentaron en un banco del parque.
–¿Y tu organización? –preguntó él–. ¿Has salido de ella?
–No del todo, hijito. Pero ya no les sirvo lo suficiente. Y no tengo adónde ir.
–¿De dónde sacaste mi dirección?
–Me la dieron, me dijeron que viniera a verte. Y aquí estoy.
Diego suspiró:
–¿Dónde te quedas? ¿Dónde vivirás?
–Pues… en ningún sitio. Pero no importa, puedo dormir en el portal.
Diego volvió a suspirar:
–No hace falta. Ven, te prepararé un sitio en mi casa.
Los días siguientes, Diego aún creyó que su madre podía ser normal. No salió a predicar, le cocinaba sopas y trataba de complacerlo.
Le preguntaba por su vida, sus estudios, su trabajo. Diego, cuya vida social se reducía a colegas y clientes, se abrió y habló con entusiasmo, compartiendo penas y alegrías.
Hasta que, una semana después, aparecieron ellos. Y el dinero desapareció…
Diego llegó a casa como siempre, pero su madre no estaba. En cambio, el cajón donde guardaba sus ahorros y la prima de un proyecto importante estaba abierto.
Siempre había planeado llevarlo al banco, pero nunca encontraba el momento. Lo abrió. El dinero se había esfumado, seguramente con su madre.
No tardó en reaparecer, acompañada de miembros de la organización. Abrió la puerta con su llave y, con una sonrisa radiante, anunció:
–Hijo, puedes estar orgulloso de mí. Tu dinero sucio ha ido a una buena causa. ¡Ahora puedes volver con nosotros, salvar