Fragmentos que no se pueden unir.

**Fragmentos que no pueden unirse**

Al tercer día del funeral, Lucía sacó una caja vieja. Estaba en el trastero, detrás de una bolsa de adornos navideños, cubierta de polvo, como si la vida misma la hubiera escondido allí para más tarde. Para cuando el dolor ya no cortase cada célula, sino que solo latiese bajo las costillas. O, tal vez, para cuando el silencio se hiciera insoportable, cuando fingir que nada había pasado fuera imposible. Como si esa misma noche, en la cocina limpia y en calma, el pasado hubiera llamado a la puerta por su cuenta, exigiendo ser abierto.

Adrián estaba sentado a la mesa, inmóvil. Delante de él, una taza de café frío que sostenía con ambas manos, como si en ella hubiera algo importante. No miraba a su madre. Pero cuando ella le tendió la caja, la cogió. En silencio. Con cuidado. Como si no contuviera papeles, sino cristal.

Dentro había decenas de cartas. Reconoció la letra al instante. La suya. Infantil. Esa que dejaba en las paredes y los cuadernos de primero de primaria. Cartas a sí mismo en el futuro. Cuando tenía seis años, luego ocho, doce… Cada año escribía a quien sería. Como si el papel pudiera guardar lo que el corazón no soportaba. Como si el papel estuviera más cerca que un padre siempre ausente. Como si escuchara. Como si entendiera.

Abrió la primera carta. Un dibujo: él y su padre a la orilla de un río. Cañas de pescar. Un sol torpe en la esquina. Tembloroso, imperfecto, pero genuinamente infantil. “Papá ha prometido llevarme a pescar este verano. Tengo muchas ganas. Dice que si dejo de llorar por las noches, iremos seguro.” Abajo, un corazón torcido. Una súplica cosida en tinta.

Adrián dejó la carta sobre la mesa lentamente. Los dedos le temblaban. Su madre estaba junto a la pared, hundida en ella como en un refugio. No se acercó. No habló. Solo miraba, como si temiera romper la fragilidad del instante.

—Pero no vino —murmuró Adrián—. Otro viaje de trabajo. Como siempre. Y luego dejamos de preguntar. Un día entendimos que no había nada que esperar.

Su madre no dijo nada. Fuera, la llovizna caía suave, y la tenue luz de la farola hacía la habitación aún más gris. Todo parecía haber perdido color desde su muerte: las paredes, el aire, incluso el olor de los libros en la estantería. Hasta el reloj de la pared sonaba más bajo, como si no quisiera perturbar el duelo.

La siguiente carta era breve: “Tengo doce años. Ya no escribo a papá. No sirve de nada.” Adrián leyó despacio, escudriñando cada letra, como si esperase que la mano infantil se arrepintiese. Pero las palabras eran firmes. Claras. Como un cuchillo. No era solo una carta. Era el instante en que la esperanza murió. Sin gritos. Solo se apagó.

—Le odié —confesó—. ¿Lo entiendes, mamá? No por irse. Sino por estar sin estar. Por las promesas vacías. Por todos esos “Papá se ha retrasado” que repetías cuando yo ya sabía que no vendría. Que no oiríamos su llave, que no nos llamaría. Nunca.

Su madre se dejó caer en una silla. En sus manos había un papel. Sin sobre. Papel grueso, una esquina doblada. Letra de adulto, ajena, pero tan familiar. Adrián la miró como si fuera la primera vez.

—Él te escribió. Antes de morir —dijo ella. La voz le tembló.

Cogió la carta. Dentro, una sola línea:
“Fuiste mi miedo y mi esperanza. Perdóname por no estar.”

Adrián la leyó. Y otra vez. Y otra. Como si cada repetición le acercara a comprender. Pero no hubo comprensión. Solo dolor. Y silencio. Un silencio que no resonaba con palabras, sino con los vacíos entre ellas.

Ese silencio no estaba vacío. Latía. En él vibraban no solo los rencores, sino todo lo que nunca se dijeron. Estaba lleno, obstinado, despiadado. El pasado no vuelve. Pero quizá pueda llevarse de otra manera.

Guardó las cartas. Con cuidado. Despacio. Como si no doblara papeles, sino a sí mismo. Y dejó la última encima. Tarde. Pero tal vez no inútil.

—Mamá… —la miró a los ojos, al pasado—. Vamos a ese río. Donde él prometió. Llevemos las cañas. Solo estaremos allí. No por él. Por nosotros.

Ella asintió. Lento. Cauteloso. Como si no aceptase solo un viaje, sino un intento. Débil, tal vez. Pero un intento de estar cerca. Por una vez, de verdad.

Y esta vez, sin “prometo”. Solo el camino. Solo el agua. Y, quizá, un poco de silencio en el que ya se pueda respirar.

*A veces, el perdón no es un final, sino una orilla desde la que seguir mirando al río.*

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MagistrUm
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