Querido diario,
Hoy recibí una visita inesperada que me dejó sin aliento. Cuando la puerta se abrió sonó la voz de mi antigua compañera del instituto, Ana María, y al verla decir mi nombre me quedé helada. No la había visto en alrededor de un año; ella había llamado de su número de móvil para invitarme a su casa en el barrio de Salamanca.
Ana María siempre había sido una mujer de figura redondeada, sin complejos: se casó joven, tuvo a su hijo y nunca conoció la escasez. Pero ahora, frente a mí, estaba demacrada, con ojeras profundas y un aspecto agotado.
¿Cuántos kilos has perdido? le pregunté, intentando no parecer insensible.
Veinte, y sigo bajando respondió, señalando la cocina. ¿Crees que estoy feliz con esto? Por eso te llamé.
Intenté consolarla, pero ella me recordó la historia que yo le conté hace tiempo sobre una compañera, Nerea, a quien los médicos tampoco pudieron curar. Me dijo que ahora no sabía en qué creer.
Todo empezó hace seis meses comenzó, mientras picaba pepino para una ensalada. De pronto sentí que el tiempo se detenía; el pepino no terminaba de picarse. No creo en esas cosas, pero
Yo, que siempre he disfrutado de lo inexplicable, me acomodé con curiosidad. De pronto sonó el timbre. Miré por la mirilla y no vi a nadie. Al abrir, encontré un paquete en el umbral. Lo moví con el pie, pero una fuerza interior me impulsó a abrirlo. Dentro había una imagen religiosa, una vieja talla de la Virgen de la Candelaria.
Es auténtica, la llevo mi tío Paco, que tiene una tienda de antigüedades aseguró Ana María. Me ofreció buen dinero, pero la guardé.
Yo, que nunca había ido a misa, me quedé perpleja. Ella recordó una historia que le contó su abuela sobre una imagen milagrosa que apareció junto a una fuente sagrada y que, al ser llevada al convento, volvía a la fuente. Decidió quedarse con ella, pues la imagen la había “elegido”.
Una semana después, el gato de Ana María, llamado Sol, desapareció tras perseguir una luz que él describió como un arco iris. Lo enterraron en el cementerio de animales. Al mismo tiempo, la madre de Ana María se cayó y se fracturó la pierna; su esposo perdió su empleo y solo gana la mitad.
¿No te parece que todo esto llega con la imagen? le dije, preocupada.
Todo el mundo me lo advirtió, pero yo pensé que envidiaban mi hallazgo replicó, frustrada.
Me recordé entonces del caso de Nerea. Antes de su examen de tesis, ella, su novio y yo organizamos un picnic en la Sierra de Guadarrama. Cada una llevaba a su pareja y, al intentar acampar a la orilla del río, nos perdimos. Nerea encontró un pañuelo de seda en una rama, lo ató al cuello y, como por arte de magia, descubrió el sendero. Al día siguiente, enferma, fue transportada en brazos por su novio y, tras meses de dolencias sin diagnóstico, una anciana curandera del pueblo de Alaejos, Doña Uxía, le entregó una infusión y enterró el pañuelo bajo un roble. Nerea se recuperó.
Quizá deberíamos ir a ver a Doña Uxía con la imagen sugirió Ana María, una chispa de esperanza en sus ojos.
Fuimos, pero la curandera había fallecido; asistimos a su funeral y conocimos a su hija, la monja María, que bendijo la imagen y la llevó a la parroquia de San Isidro. Allí, la colocaron en el altar y, según cuentan, la desgracia que perseguía a Ana María se disipó.
Hoy la veo más fuerte, su peso vuelve a la normalidad y ha dado a luz a una niña a quien ha llamado Lucía. Yo, al escribir esto, aún siento la extraña mezcla de miedo y alivio que provocan los misterios que a veces nos atraviesan la vida.
Con cariño,
Yo.







