**Flores que traen felicidad**
El otoño se despedía poco a poco de la ciudad, dejando tras de sí alfombras de hojas rojas y amarillas, iluminadas por los últimos destellos fríos del sol. El aire se volvió transparente, cristalino, y ya olía a invierno. Las ramas de los árboles quedaban desnudas, aunque aquí y allá resistían los últimos héroes: hojas obstinadas que se negaban a caer.
“Se marchitan las margaritas y los crisantemos,” pensaba Lucía mientras caminaba hacia su floristería. “Los últimos guardianes de la belleza otoñal.”
Así los llamaba desde niña: margaritas a las ásteres, crisantemon a los crisantemos. Las flores eran su amor, su esencia, su respiro. Mientras otras niñas jugaban con muñecas, ella hacía ramos, ordenaba pétalos, dibujaba coronas. Su sueño se cumplió: había abierto su propia tienda de flores y ahora cada día empezaba entre el aroma de las rosas, el color de las gerberas y la frescura del eucalipto.
“Las flores no son solo un negocio. Son vida. Son yo misma,” decía a sus amigos.
Lucía vivía en Valladolid, en un barrio tranquilo cerca de un parque antiguo. Tenía treinta y nueve años. Vivía con su hija Carmen, estudiante de bachillerato, inteligente, soñadora y decidida a entrar en la universidad ese verano.
Con su marido solo compartieron tres años. No se fue con otra mujer, sino con su madre. Así, sencillo, como si esos tres años no hubieran existido. Él no soportaba las flores. Las llamaba “matas de adorno” y se quejaba de que “todo el alféizar está lleno de macetas.” Pero Lucía no podía vivir sin ellas, necesitaba ver vida, olerla, sentir el tacto de los pétalos bajo sus dedos.
“Hasta que Carmen sea mayor, nada de hombres. Si aparece alguien, que ame las flores o, al menos, que no las odie,” decidió con firmeza.
Su amor por las flores venía de su abuela. Pasaba los veranos en un pueblo cerca de Segovia, donde los campos se extendían hasta el horizonte y los prados llenos de flores parecían alfombras tejidas por el cielo. Cada día recogía ramos, y su abuela se sorprendía:
“Lucía, ¿quién te enseñó a combinar las flores tan bonito?”
“Nadie, abuela. Lo siento. Cuando sea mayor, abriré una floristería y vendrás a verme.”
“Te creo, nieta. Llevas la sangre de tu abuelo. Él recogía hierbas, conocía las flores. Su libro sigue en el desván,” suspiraba la anciana.
Y allí estaba: un libro viejo, gastado, pero mágico. Lucía lo memorizó y, siendo apenas una adolescente, ya distinguía todas las plantas de la región. En biología sacaba siempre sobresaliente, y al acabar el instituto tenía claro que su vida giraría en torno a las flores.
Su madre no compartía su pasión. Prefería los tomates y los pepinos de la huerta, mientras Lucía plantaba tagetes y petunias en cada rincón que lograba conquistar.
“No metas flores en la huerta,” refunfuñaba su madre. “¡Aquí van las zanahorias!”
Su padre, en cambio, se reía y guiñaba un ojo: “Ahí va nuestra jardinera.”
Lucía no entró en la universidad, pero no le pesó. Hizo un curso de floristería y empezó a trabajar en una tienda de flores. Pasaron los años. Apareció un marido y desapareció. Carmen creció, y por fin abrió su propio puesto. Después, una tienda de verdad. Sus padres la ayudaron, y el día de la inauguración lloró de felicidad.
“Mamá, lo he conseguido. Esto es mío.”
Desde entonces, su vida se llenó aún más de pétalos, hojas verdes y clientes agradecidos.
Un día entró una mujer elegante llamada Sofía. Tras mirar los arreglos, dijo:
“¿Podría decorar un restaurante para la boda de mi hija? Llevo tiempo observando su trabajo—sus ramos son de cuento.”
Lucía aceptó. No por el dinero, sino por el placer de hacerlo. Creó composiciones en tonos pastel, guirnaldas naturales, detalles delicados. Sofía, al entrar en el salón, se emocionó:
“¡Qué talento!… Gracias. No sabe cómo me ha conmovido.”
La fama de Lucía se extendió por la ciudad. Llegaron encargos para banquetes, aniversarios, exposiciones. Su tienda se convirtió en el corazón del barrio.
Y entonces, un día, entró un hombre—de unos cuarenta y cinco años, deportista, afable.
“Hola. ¿Es usted Lucía? Necesito un ramo. Especial. Algo que haga sonreír a una mujer.”
Ella lo miró detenidamente. Rasgos definidos, mirada segura. Algo en su voz la atrapó.
“¿Para quién es? ¿Su pareja, su madre, su hija?”
“Para mi madre. Cumple setenta y cinco. Quiero que sienta calor.”
Lucía creó un ramo maravilloso: rosas, gerberas y ramitas de eucalipto, vivo, respirando.
“Gracias,” dijo él. “Me llamo Javier. Un placer. Espero que volvamos a vernos.”
Tres días después, regresó.
“Lucía, ¿no me esperabas? Tengo tres motivos. A mi madre le encantó el ramo—fue perfecto. Segundo, me gustaste. Y tercero: te invito a un café. Si me lo permites.”
Ella sonrió, ruborizada.
“Con mucho gusto. ¿Por qué no?”
En la cafetería hablaron durante horas. Javier era profesor de biología. Hablaron de plantas, libros, películas. Y resulta que tenían más en común que diferencias.
Desde entonces, empezaron a salir. Juntos fueron a los Picos de Europa en Navidad; él le enseñó a esquiar, ella a distinguir variedades de tulipanes. En verano, Carmen entró en la universidad. Y Lucía y Javier se casaron.
Ahora vivían juntos, compartiendo amor y trabajo. Él ayudaba en la tienda en fechas señaladas, descargaba cajas, bromeaba con los clientes.
Un día, mientras colocaba pedidos, presenció una escena:
Entró corriendo un chico joven, alterado.
“¡Ayúdame! Peleé con mi novia. ¡Hazme un ramo que la haga perdonarme!”
Lucía reflexionó. Y creó una composición en tonos suaves—rosados y crema—con gypsophila y toques de mimosa, delicada como el perdón mismo.
El chico se fue agradecido.
Pasó un año. Y un día, Lucía se encontró en la calle con una pareja que empujaba un carrito.
“¿Me recuerda?” preguntó el joven. “Vine por aquel ramo. ¡Y este es el resultado!”
Dentro del carrito dormía un bebé.
“Dios mío…” fue todo lo que Lucía pudo decir. “Qué alegría me da.”
Volvió a casa eufórica. Javier la esperaba con la cena.
“Javi, ¡no te imaginas qué día he tenido! Escucha esto…”
Él la escuchó. Y entonces dijo:
“Porque tus flores no solo llevan belleza. Llevan felicidad.”
Y Lucía, mirando su tienda, a su hombre, su vida, pensó:
*Sí. Todo está en su sitio. Todo como debe ser. Porque cuando amas lo que haces y le pones alma, la felicidad florece. Como la flor más bella.*