**Diario de un hijo agradecido**
Hoy he decidido llevar a mi madre a una residencia. Antes de salir, he mirado dentro de una caja que guardaba en su habitación.
Tras la muerte de mi padre, Lucía vendió su casa en el pueblo, invirtió en un piso para mí y mi familia, y se mudó con nosotros. Mientras tuvo fuerzas, cuidó de la casa y de sus nietos.
Mi esposa y yo trabajábamos, y Lucía llevaba a los niños al colegio, a sus actividades extraescolares. Cocinaba, limpiaba. Las responsabilidades no la agobiaban, al contrario, la hacían feliz. ¡La familia necesitaba de ella! Pero los años pasaron. Los niños crecieron y se independizaron, y la salud de mi madre empezó a flaquear. Intentaba fregar los platos, pero los cubiertos se le caían de las manos débiles.
Servía su propia sopa y la derramaba antes de llegar a la mesa. Se levantaba de noche a beber agua, y el ruido despertaba a mi esposa. Nadie quería hablar con ella. ¿Quién iba a querer conversar con una anciana? Mi mujer la llamaba carga, la regañaba sin parar. ¿Era culpa suya? La vejez no es fácil. Lucía no tenía más remedio que seguir adelante.
Finalmente, decidí internarla en una residencia.
“Al menos allí tendrá con quien hablar”, me dije para tranquilizarme. Esta mañana, al subir al coche, Lucía recordó su caja.
“Hijo, tráeme mi caja. La he olvidado”, me pidió con voz temblorosa.
“¿Qué caja?”, pregunté.
“La de mis tesoros”, respondió, describiéndola. La traje. La abrazó contra su pecho con una sonrisa serena.
“Mamá, ¿qué guardas ahí?”
Abrió la caja. Dentro había un mechón de su pelo y un diente de leche mío.
Me aparté del coche y me senté en el bordillo. Me quedé allí mucho rato, recordando mi infancia, cómo ella siempre estuvo ahí, cuidándome, protegiéndome. Nunca me abandoné.
“Hijo, ¿nos vamos?”, bajó del coche y se acercó.
“No vamos a ningún sitio, mamá. Vamos a casa.”







