Hoy he decidido llevar a mi madre a una residencia. Antes de salir, miré dentro de una caja.
Tras la muerte de su marido, Lucía vendió su casa en el pueblo, invirtió en un piso para su hijo y su familia, y se mudó con ellos. Mientras tuvo fuerzas, cuidó de la casa y de sus nietos.
Mi hermano y su esposa trabajaban, y Lucía llevaba a los niños al parvulario, luego al colegio y a sus actividades. Cocinaba y limpiaba sin quejarse. Esas tareas no la agobiaban; al contrario, la hacían feliz. Al fin y al cabo, la familia la necesitaba. Pero los años pasaron. Los nietos crecieron y “echaron a volar”, y la salud de la abuela empeoró. Intentó lavar los platos, pero los platos se le resbalaban de las manos débiles y se rompían.
Se servía sopa sola, pero no podía llevarla a la mesa sin derramarla. Por la noche, se despertaba para beber agua, y sus murmullos desvelaban a mi cuñada. Nadie quería hablar con ella. ¿Quién querría charlar con una anciana? Mi cuñada la insultaba y la llamaba una carga. ¿Qué culpa tenía ella? La vejez no es alegría. Lucía no tenía más remedio que seguir viviendo.
Mi hermano decidió internarla en una residencia de mayores.
“Al menos allí tendrá con quién hablar”, se consoló. Esa mañana, al subir al coche, Lucía recordó su caja.
“Hijo, tráeme mi caja. La he olvidado”, pidió con timidez.
“¿Qué caja?”, preguntó Javier.
“La de mis tesoros”, respondió, describiéndola.
Javier la trajo. La anciana la abrazó contra su pecho con una sonrisa tranquila.
“Madre, ¿qué guardas ahí?”
Ella abrió la caja. Dentro había un mechón de su pelo y un diente de leche.
Mi hermano se alejó del coche y se sentó en el bordillo. Permaneció allí mucho tiempo, recordando su infancia, cómo su madre siempre estuvo ahí, cuidándolo, protegiéndolo. Nunca lo dejó desamparado.
“Hijo, ¿nos vamos?”, bajó su madre del coche y se acercó.
“No vamos a ningún sitio, madre. Tú te quedas en casa.”







