Finjamos No Estar en Casa para Evitar las Visitas de los Nietos

Hoy he decidido poner por escrito algo que me pesa en el alma. Nunca pensé que llegaría el día en que dijera en voz alta: «No quiero que vengan los nietos». Me avergüenza admitirlo, pero toda historia tiene dos caras, y quizá, al conocer la nuestra, alguien pueda entender por qué mi esposa y yo nos escondemos en nuestro propio piso.

Tengo 67 años, y mi mujer, Carmen, 65. Nos convertimos en abuelos pronto: nuestra hija, Lucía, apenas tenía 30 años cuando nació su primera hija, la pequeña Sofía. Fue como si nos invadiera una nueva energía. Paseábamos su carrito por el Retiro, la mimábamos sin medida, comprábamos juguetes y disfrutábamos cada momento. Hasta bromeábamos: «Somos abuelos jóvenes, así lo aprovechamos todo». Entonces, parecía una bendición.

Luego vino la segunda niña, Paula. La queríamos igual, las llevábamos los fines de semana, ayudábamos en lo que podíamos. Lucía no lo pedía éramos nosotros quienes insistíamos. Amamos a nuestros hijos y nietos. Pero después llegó el tercer parto gemelos. Y, de repente, todo cambió.

Con los niños, Lucas y Hugo, la casa se convirtió en un caos. Ya no eran visitas tranquilas, sino una guardería improvisada. Gritos, carreras, llantos sin fin un descontrol absoluto. No fue que dejáramos de quererlos, pero el agotamiento nos superó. A mí me operaron del corazón, y a Carmen los médicos le prohibieron cargar peso. Sin embargo, Lucía parecía no entender. Llamaba para avisar: «Vamos para allá», sin preguntar si nos venía bien. A veces aparecían sin avisar, como si fuera una obligación.

Un día, al verlos acercarse al portal, me acerqué a Carmen y susurré: «Vamos a hacer como que no estamos». Ella asintió en silencio. Apagamos las luces, nos quedamos quietos. Llamaron, tocaron el timbre, incluso intentaron abrir con llave pero nos escondimos como niños asustados.

Cuando se marcharon, Carmen lloró. No de alivio, sino de pena. «¿Cómo hemos llegado a esto?», preguntó. Y yo no supe qué decir.

Queremos a nuestros nietos, pero no somos una residencia con guardería gratis. Necesitamos vivir nuestros días con tranquilidad, estar a veces solo nosotros, leer un libro, ir al Teatro Real. No estamos obligados a ser canguros a tiempo completo.

Lucía se sintió herida al enterarse de que estábamos en casa y no abrimos. Dijo que nos habíamos vuelto egoístas. Pero yo pregunto: ¿es egoísmo desear un poco de silencio y respeto por nuestro tiempo?

No escribo esto para justificarme. Solo para recordar: envejecer no es una condena. Hasta los abuelos merecemos descanso y límites. Amar a los nietos no es permitir que nos agoten. Es cuidarlos, sin dejar de cuidarnos.

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