Finalmente tengo una vida personal, pero mi hija me considera loca y me ha prohibido ver a mi nieta.
Toda la vida la he dedicado a mi hija. Después, a mi nieta. Nunca me quejé, nunca pedí nada a cambio. Pero parece que ambas olvidaron que no soy solo una niñera y asistenta gratuita. Soy una mujer. Con sentimientos, deseos y derecho a ser feliz.
Tenía veintiún años cuando me casé. Mi marido, Teodoro, era un hombre tranquilo, trabajador. Vivíamos humildemente pero en paz. Cuando mi hija tenía dos años, él salió en un viaje de trabajo—en su camión, para entregar mercancía. ¿Volvió? No. Murió. Nunca me explicaron cómo. Me quedé sola, con una pequeña Lucía en brazos.
Los padres de mi marido ya habían fallecido, los míos vivían en otra ciudad. No tenía a quién acudir. Mi única salvación fue la casa que heredé de Teodoro. Intenté trabajar desde casa—daba clases particulares, pues era maestra. Pero créeme, enseñar mientras un niño inquieto corre por el piso no es fácil.
Luego mi madre se llevó a Lucía. Casi dos años vivió con sus abuelos mientras yo trabajaba sin descanso. Daba clases en un colegio por las mañanas y hacía refuerzo escolar por las tardes. Cada fin de semana viajaba para verla. Cada despedida me destrozaba el alma.
Cuando Lucía entró en la guardería, rogaba que no enfermara, porque no podía faltar al trabajo. Por suerte, era una niña fuerte. Luego vino el colegio, después la universidad. Lo sostuve todo sola. Trabajaba de sol a sol para darle lo mejor: ropa, zapatos, comida, actividades.
Cuando se graduó y encontró empleo, por fin sentí una liberación. Pero libertad significó soledad. Mis padres murieron, no tenía amigas, siempre estaba ocupada. Hasta mi gato se volvió mi único confidente.
Y entonces nació Martina. Me mudé con mi hija unos meses antes del parto—ayudaba con las compras, la ropa, la comida, preparábamos juntas la maleta para el hospital. Después me encargué completamente de la bebé—Lucía volvió pronto al trabajo.
Pero no me quejé. Al contrario, florecí. Me sentí útil otra vez. Cuando Martina empezó el colegio, la recogía cada tarde. Comíamos juntas, hacíamos deberes, paseábamos por el parque. En uno de esos paseos conocí a Javier.
Él también era abuelo—casi criaba a su nieta. Su historia se parecía a la mía: viudo joven, ayudando a su hija. Empezamos a hablar. Y las conversaciones se alargaban. Hasta que un día me invitó a tomar un café sin los niños.
¿La verdad? Me turbé. La última vez que alguien me pidió una cita fue hace treinta años. Pero acepté. Así regresó la alegría a mi vida. Fuimos al cine, a exposiciones, simplemente caminábamos juntos. Volví a sentirme mujer.
Pero mi hija no lo entendió. Una mañana Lucía me llamó:
—Con Adrián queremos ir a casa de unos amigos. ¿Puedes quedarte con Martina este fin de semana?
—Lo siento, cariño, pero me voy un par de días.
—¿Otra vez con ese… Javier? —bufó.
Me quedé helada.
—¿Lucía, ese tono? Sabes que siempre estoy ahí para Martina. Pero no soy una niñera perpetua.
—¡Te has olvidado de tu nieta! Hace nada decías que no querías nada con nadie y ahora andas de juerga.
—Sí, de juerga —respondí tranquila—. Porque estoy viviendo. Porque soy feliz. Y creía que te alegrarías por mí.
—¿Alegrarme? ¡Cambiaste a Martina por un tipo cualquiera! ¡Madre, estás mal de la cabeza! No traeré más a la niña hasta que recapacites.
Me senté, incrédula de las palabras de mi hija. Le entregué mi vida. Lo dejé todo por su bien. La crié sola. La cuidé. La apoyé. Ayudé con su hija. ¿Y ahora? Soy la “abuela loca” que “se le ha ido la olla” por atreverse a ser feliz.
Lloré toda la noche. No le dije nada a Javier. Solo me abrazó y murmuró:
—Tienes derecho a vivir. Y a amar. Y a ser amada.
Pero algo en mí se rompió. No concibo mi vida sin Lucía. Sin Martina. Me aterra perderlas para siempre. Espero que mi hija reflexione y llame. Que entienda que su madre no dejó de ser abuela. Solo volvió a ser mujer, con un poco de felicidad propia después de tantos años.
¿Acaso no me lo he ganado?…