Hace mucho tiempo, en una cálida tarde en Madrid, Carmen esperaba en el umbral del despacho de su esposo con una idea que le ardía en el pecho.
—Fernando, ¿recuerdas que me pediste que te avisara si oía hablar de una necesidad que ni siquiera se había planteado aún? Pues acabo de encontrar un caso así —dijo, mirándolo con esos ojos llenos de esperanza que él conocía tan bien.
—Me intrigas, Carmencita. Cuenta.
—¿Sabes lo que echo terriblemente de menos en toda esta comunicación digital? —Se sentó a su lado y bajó la voz—. Un filtro de bondad. Como un traductor de la luz, que convirtiera la grosería, la malicia y las palabras cortantes en algo respetuoso y considerado. Algo que hiciera que, al leer comentarios o correos de trabajo, no me dieran ganas de esconderme bajo la manta.
—Carmen, ¿alguien te ha hecho daño?
—No, mi vida, nadie en concreto. Pero estos últimos meses, revisando redes sociales, foros y chats laborales, cada vez siento más como si me arrojasen cubos de ira, frustración y agresividad. La gente ya no se contiene. Atacan, se burlan, humillan. Como si hubieran perdido los frenos.
Calló un momento, bajando la mirada.
—A veces pienso que el problema soy yo, que me he vuelto demasiado sensible. Pero, por otro lado, ¿es normal que nos hayamos acostumbrado a la mala educación como si fuese ruido de fondo?
Fernando suspiró. Sabía cuántas horas pasaba ella leyendo mensajes, analizando reacciones como experta en comunicación para una gran agencia.
—Desgraciadamente, los más agresivos son los que más se oyen. Siempre han sido pocos, pero internet es su caldo de cultivo perfecto. El anonimato les da alas, desaparece la responsabilidad, y solo queda la emoción cruda. Pero tienes razón: el mundo se está volviendo tóxico. Y tu idea… es poderosa. Dime más, ¿cómo lo imaginas?
—Me gustaría que fuese una aplicación o una extensión. Imagina: lees comentarios bajo un vídeo, y todos están transformados. En vez de «estúpida», diría «no comparto tu opinión». En lugar de «cállate», sugeriría «quizá podríamos verlo de otra manera». ¿Te lo imaginas?
—Un momento… ¿así que no se bloquearían los mensajes, sino que se reescribirían?
—¡Exacto! Pero de forma voluntaria. El usuario activaría el filtro y decidiría dónde usarlo: tal vez en ciertas webs, o solo en chats de trabajo donde prima el respeto.
—¿Y si también funcionase al revés? ¿Para suavizar tus propias palabras antes de enviarlas?
—¡Sería perfecto! Porque nosotros tampoco somos siempre amables, sobre todo en días de estrés. A veces necesitamos soltar lo primero que se nos pasa por la cabeza, y luego nos arrepentimos. Con esto, el filtro avisaría: «podrías decirlo con más tacto», o incluso sugeriría alternativas.
—Como un psicólogo interno con autocensura, pero sin sermones.
—¡Justo! Lo esencial es que funcione sin complicaciones, sin copiar textos en otras aplicaciones. Todo en tiempo real, en la misma pantalla. La paz mental es un recurso escaso hoy en día, más valioso que el oro.
Fernando guardó silencio. Trabajaba en tecnología y sabía que la idea de Carmen no solo tenía potencial, sino que podía transformar la comunicación digital.
—Lo hablaremos con el equipo mañana. Sin falta. No es solo brillante, es necesario. La gente necesita respirar aire limpio. Sin veneno.
Carmen sonrió aliviada, como si por fin pudiera soltar un peso.
—Gracias, Fernando. De verdad. Empezaba a pensar que estaba loca por soñar con algo imposible. Pero, tal vez, la bondad es solo algo que perdimos en el camino. Y ha llegado la hora de recuperarla.
Él se levantó, la abrazó y la apretó contra su pecho.
—Basta de oscuridad por hoy. Es hora de activar nuestro filtro personal: silencio, abrazos, un té y mucho amor. Sin condiciones. Sin discusiones. Y sin filtros.
Carmen rió, apoyando la cabeza en su hombro.
Mientras, tras la ventana, alguien tecleaba un comentario lleno de rabia, alguien discutía hasta perder la voz. Pero en esa habitación, entre susurros y risas, nacía una idea. Pequeña, quizá, pero capaz de calentar un trocito de ese mundo frío.