Hace ya algunos años, en un rincón tranquilo de Madrid, Carmen se detuvo en el umbral del despacho de su marido, Javier, con una mezcla de esperanza y timidez en la mirada.
—Cariño, ¿recuerdas que me pediste que te avisara si escuchaba sobre alguna necesidad, incluso aquella que ni siquiera se ha planteado todavía? Pues bien, tengo una así—.
—Me intrigas, Carmencita. Cuéntame—, respondió él, dejando a un lado sus papeles.
—¿Sabes lo que echo terriblemente de menos en toda esta comunicación en línea?—. Se sentó a su lado y bajó la voz: —Un filtro de bondad. Algo así como un ‘traductor de luz’ que convirtiera la rudeza, la grosería y la ironía en palabras respetuosas y sensatas. Para que, al leer comentarios o mensajes de trabajo, no dieran ganas de esconderse bajo la manta—.
—Carmen, ¿alguien te ha ofendido?—.
—No, mi amor, nadie en concreto. Pero, verás, en estos últimos meses, revisando redes sociales, foros y chats de trabajo, siento como si me arrojaran cubos de ira, frustración y agresividad. La gente ya no se contiene. Atacan, se burlan, humillan. Como si no hubiera frenos—.
Calló un instante, bajando la mirada.
—A veces pienso que será cosa de mis nervios. ¿Me habré vuelto demasiado sensible? Pero, por otro lado, ¿es normal que nos acostumbremos a la grosería como si fuera el ruido de fondo?—.
Javier suspiró. Sabía que ella leía decenas de mensajes cada día, analizando reacciones como parte de su trabajo en una importante agencia.
—Lo triste es que los más agresivos son también los más ruidosos. Siempre han sido pocos, pero internet es su incubadora perfecta. El anonimato les da alas, les quita responsabilidades y solo queda la emoción cruda. Pero tienes razón. El mundo se está volviendo tóxico. Y tu idea… suena poderosa. Real. Explícame cómo lo ves—.
—Me imagino una aplicación o extensión. Por ejemplo, lees comentarios en un vídeo y todos están transformados: no dice ‘tonta’, sino ‘no entiendo tu postura’; no ‘cállate’, sino ‘quizá podamos verlo de otra manera’. ¿Te lo imaginas?—.
—Espera, ¿quieres decir que no se bloquearían, sino que se reescribirían?—.
—¡Exacto! Pero de forma voluntaria. El usuario activa el filtro y decide dónde usarlo: en ciertas webs, en chats de trabajo donde importa el diálogo constructivo…—.
—¿Y si también funcionara al revés? ¿Para suavizar tus propios mensajes antes de enviarlos?—.
—¡Sería perfecto! Porque tampoco nosotros somos siempre amables. Sobre todo en días de estrés. A veces uno quiere soltar algo y luego, al releerlo, siente vergüenza. Pero con el filtro, una voz amable diría: ‘se puede decir con más tacto’, ‘quizá otra fórmula’. Incluso sugeriría alternativas—.
—Como un psicólogo interno con autocensura, pero sin sermones—.
—¡Eso es! Lo clave es que funcione sin complicaciones, sin copiar textos en programas externos. Todo en tiempo real, en la misma pantalla. La calma también es un recurso, y hoy vale su peso en oro—.
Javier guardó silencio unos segundos. Trabajaba en tecnología y entendía que la idea de Carmen no solo tenía potencial, sino que podía cambiar la forma en que vivimos la comunicación digital.
—Lo hablaré con el equipo. Mañana. Sin falta. No es solo brillante, es necesario. La gente necesita respirar. Sin veneno—.
Carmen suspiró aliviada y sonrió por primera vez en todo el día.
—Gracias, Javier. En serio. Ya empezaba a pensar que estaba perdiendo la cabeza, que soñaba con algo imposible. Pero quizá la bondad sea solo algo que perdimos. Y es hora de recuperarla—.
Javier se levantó, la abrazó y la atrajo hacia sí.
—Basta de cosas feas por hoy. Vamos a activar nuestro propio filtro de bondad: silencio, abrazos, té y amor. Sin condiciones. Sin discusiones. Sin filtros—.
Carmen rió y apoyó la cabeza en su hombro.
Más allá de la ventana, alguien seguía tecleando con rabia, alguien discutía hasta quedarse ronco. Pero en aquella habitación nacía una idea capaz de cambiar, aunque fuera un pedacito del mundo. Y, quizá, de hacerlo un poco más cálido.