**La Fiesta sin Invitación**
Gloria Martín se probaba ante el espejo su tercer atuendo de la tarde cuando los primeros acordes de música llegaron desde el piso de al lado. Frunció el ceño, dejó a un lado la blusa azul y aguzó el oído. Eran las siete y media—demasiado pronto para quejarse, aunque su vecina Verónica no solía hacer reuniones ruidosas.
—Quizá sea un cumpleaños—murmuró Gloria, poniéndose un jersey gris—. Aunque podía haber avisado.
La música subió de volumen, acompañada de risas y voces. Gloria se acercó a la pared que separaba los pisos y apoyó discretamente el oído. Había más gente de lo habitual, sin duda.
Llamaron a la puerta. Gloria, aún con el jersey de andar por casa, miró por la mirilla. Era su vecina del piso de abajo, Lucía Hidalgo, con una sonrisa tensa.
—Buenas tardes—dijo apenas Gloria abrió—. ¿Sabes qué celebra Verónica? La música retumba en todo el edificio.
—No tengo idea—respondió Gloria—. A mí también me extraña. Ella no suele hacer estas cosas.
—¿Y si ni siquiera está en casa?—susurró Lucía—. ¿Y si son desconocidos? Los tiempos que corren…
Intercambiaron una mirada. Verónica vivía sola, trabajaba en una biblioteca y llevaba una vida tranquila. Nadie la había visto jamás rodeada de tanto bullicio.
—Vamos juntas a preguntar—propuso Gloria—. Si hay algo raro, llamamos a la policía.
Subieron al piso superior. La música brotaba bajo la puerta, mezclada con carcajadas y brindis. Gloria tocó el timbre.
La puerta se abrió al instante. Ahí estaba Verónica, pero irreconocible: pelo revuelto, mejillas sonrosadas, sosteniendo una copa de espumoso. Llevaba un vestido rojo que Gloria jamás le había visto.
—¡Ay!—exclamó Verónica con una sonrisa amplia—. ¡Mis queridas vecinas! ¡Pasad, pasad! ¡Estamos de celebración!
—¿Qué celebráis, Verónica?—preguntó Gloria, espiando tras su hombro.
El piso estaba abarrotado. Al menos ocho personas, tal vez más. Hombres y mujeres de distintas edades, bien vestidos, copas en mano. Sobre la mesa, un pastel enorme, entremeses y botellas de champán.
—¡Qué más da!—dijo Verónica agitando las manos—. ¡La vida es un festejo! ¡Entrad y servíos!
—Verónica, ¿quiénes son?—insistió Lucía—. ¿De dónde los conoces?
—¡Amigos!—anunció alegre—. ¡Viejos y buenos amigos! Nos conocimos, nos hicimos cómplices, ¡y aquí estamos!
Desde dentro, una voz masculina gritó:
—¡Verónica! ¡Ven! ¡Vamos a brindar!
—¡Voy!—respondió ella—. Chicas, ¡entrad! O luego paso yo a contároslo todo.
La puerta se cerró. Las vecinas se quedaron en el rellano, desconcertadas.
—Algo no cuadra—murmuró Lucía—. Nuestra Verónica de repente con esa gente… Uno de ellos parecía un maleante.
—¿Quizá se ha enamorado?—aventuró Gloria—. El amor cambia a la gente.
—¿A los cincuenta y cinco? ¡Por favor!
Gloria iba a replicar que los cincuenta y cinco no eran el fin, pero la música ahogó cualquier conversación.
A la mañana siguiente, el silencio despertó a Gloria. Un silencio inusual, denso. Se había dormido con la música, que solo cesó cerca de las tres. Ahora, tras la pared, el vacío era absoluto.
Al salir para el trabajo, se encontró con Lucía en el portal.
—¿Qué tal, dormiste?—preguntó esta con sorna—. Yo estuve dando vueltas. Y esta mañana vi coches de lujo junto al portal. Ahora ya no están.
—Se habrán ido los invitados.
—Eso digo yo. ¿Quiénes serían? ¿Y qué le habrá pasado a nuestra Verónica?
Al mediodía, Gloria entró en una tienda de ultramarinos. En la caja, una figura conocida: Verónica, ahora con su habitual gabardina gris y pañuelo oscuro. Compró pan, leche y salchichas baratas.
—¡Verónica!—la llamó Gloria—. ¿Qué tal? ¿Cómo fue la fiesta?
Verónica se giró, y Gloria contuvo un grito. Su rostro estaba demacrado, los ojos enrojecidos, como si hubiera llorado toda la noche.
—¿Qué fiesta?—susurró.
—Lo de anoche… los invitados, la música…
—Ah, eso…—Verónica apartó la mirada—. Se equivocaron de piso.
—¿Cómo? ¡Tú misma nos invitaste a entrar!
—No me acuerdo—negó con la cabeza—. Quizá lo soñaste.
Pagó y salió rápidamente, dejando a Gloria perpleja.
Esa tarde, Gloria no pudo resistir y llamó a su puerta. Verónica tardó en abrir, jugueteando con los cerrojos.
—¿Puedo pasar?—preguntó Gloria.
—Mejor no—titubeó Verónica—. Hay un desastre después de… de limpiar.
—Verónica, ¿qué pasó? Estás rara hoy.
Dudó un instante y luego murmuró:
—Adelante.
El piso parecía el escenario de una fiesta. Vasos desechables por el suelo, los restos de un pastel reseco, perfumes ajenos y ceniza de cigarrillos—Verónica no fumaba.
—Verónica, ¿qué ocurrió aquí?
Se dejó caer en un sillón, cubriéndose el rostro.
—No sé cómo explicarlo. Ayer salí a la biblioteca, como siempre. Cuando volví… ya estaban aquí.
—¿Quiénes?
—Gente. Desconocidos. Sentados a mi mesa, comiendo, bebiendo, con música. Un hombre, elegante, de traje, me dijo: “¡Verónica! ¡Por fin! ¡La esperábamos!”
Gloria se sentó al borde del sofá.
—¿Y qué hiciste?
—¿Qué podía hacer? Pensé que quizá los había invitado y no recordaba. Son muy amables, dicen que llevaban tiempo queriendo conocerme, que sabían cosas de mí. Una mujer, muy distinguida, contó que también fue bibliotecaria. Teníamos temas en común.
—Pero ¿no los habías visto antes?
—¡Nunca!—exclamó Verónica—. Y sin embargo… parecían conocerme. Sabían de mi trabajo, de mis padres, incluso de mi gato Baltasar, que murió hace un año.
—¿Algún conocido en común?
—¡No tengo conocidos! Solo compañeros del trabajo. Pero ellos mencionaban detalles…—calló un momento—. Llegué a pensar que eran ángeles.
—¿Qué?
—Mi madre decía que los ángeles toman forma humana. Quizá era un regalo del cielo. Hace tanto que estoy sola…
Gloria no supo qué decir. Miró el desorden, el rostro exhausto de su vecina.
—¿Y por la mañana? ¿Adónde se fueron?
—Desaparecieron. Me desperté y ya no estaban. Solo dejaron esto—señaló el caos—. Y una nota.
—¿Qué nota?
Verónica tomó un papel arrugado de la mesa.
—Aquí dice: “Gracias por su hospitalidad. Volveremos”. La firma es ilegible.
Gloria lo examinó. Letra pulcra, femenina. Papel de calidad.
—Verónica, ¿falta algo?
—No. Al contrario: hay comida cara en la nevera, que nunca compro. Y dinero—se ruborizó—. En mi bolso había mucho. No sé de dóndeEl timbre sonó de nuevo, y esta vez, cuando Verónica abrió la puerta, ni siquiera hubo una explicación—solo la misma mujer elegante, sonriendo con complicidad, mientras tras ella, como sombras silenciosas, el resto de los invitados avanzaban hacia el interior, llevándose consigo lo último que le quedaba a Verónica: el temor a la soledad.