**La Fiesta Sin Invitación**
Carmen Martínez se probaba ante el espejo el tercer conjunto de la tarde cuando los primeros acordes de música empezaron a colarse desde el piso de al lado. Frunció el ceño, dejó a un lado la blusa azul y se quedó quieta, escuchando. Eran las siete y media—demasiado pronto para quejarse, aunque su vecina Rosita no solía organizar fiestas ruidosas.
—Quizá es un cumpleaños—murmuró Carmen, ajustándose el jersey gris—. Aunque podría haber avisado.
La música subió de volumen, mezclándose con risas y voces. Carmen se acercó a la pared que separaba ambas casas y pegó discretamente la oreja. Había más gente de la esperada, seguro que más de tres o cuatro personas.
De pronto, llamaron a su puerta. Carmen, todavía en ropa de estar por casa, miró por la mirilla. Era su vecina del piso de abajo, Lola Fernández, con una sonrisa tensa.
—Buenas tardes—empezó Lola, casi sin esperar a que Carmen abriera—. ¿Sabes qué celebra Rosario? La música retumba en todo el edificio.
—Ni idea—respondió Carmen con sinceridad—. A mí también me ha extrañado. Ella siempre es tan tranquila.
—¿Y si ni siquiera está en casa?—susurró Lola, bajando la voz—. ¿Y si ha entrado alguien? Con lo que está cayendo estos días…
Intercambiaron una mirada. Rosario vivía sola, trabajaba en la biblioteca y llevaba una vida ordenada. Nunca se la había visto con tanta gente.
—Vamos juntas a preguntar—propuso Carmen—. Si pasa algo raro, llamamos a la policía.
Subieron al piso de arriba. La música salía a raudales, junto con carcajadas y brindis. Carmen pulsó el timbre.
La puerta se abrió al instante. Ahí estaba Rosario, pero irreconocible: el pelo revuelto, las mejillas sonrosadas y una copa de algo espumoso en la mano. Llevaba un vestido rojo que Carmen jamás le había visto.
—¡Ay, vecinitas!—exclamó Rosario, con una sonrisa de oreja a oreja—. ¡Pasad, pasad! ¡Estamos de celebración!
—¿Qué se celebra, Rosi?—preguntó Carmen, intentando espiar el interior del piso.
Dentro había un montón de gente—ocho o más—hombres y mujeres bien vestidos, copas en manos, una tarta enorme y botellas de cava.
—¡Da igual!—agitó las manos Rosario—. ¡La vida es fiesta! ¡Entrad y brindad con nosotros!
—Rosi, ¿quiénes son todos estos?—insistió Lola.
—¡Amigos! ¡Viejos amigos! Nos hemos reunido y… ¡a festejar!
Una voz masculina gritó desde dentro:
—¡Rosario! ¡Ven, que vamos a brindar!
—¡Voy!—respondió ella—. Chicas, venid o luego os cuento todo.
La puerta se cerró. Las vecinas se quedaron en el rellano, desconcertadas.
—Algo no cuadra—dijo Lola—. Nuestra Rosita de repente con esta gente… Uno de esos hombres parecía un maleante.
—¿Y si se ha enamorado?—aventuró Carmen—. El amor cambia a las personas.
—¿A los cincuenta y cinco? ¡Por favor!
Carmen iba a protestar, pero la música arreció y ya no se oía ni hablar.
A la mañana siguiente, Carmen se despertó por el silencio. Un silencio poco habitual, como si algo faltara. Se había dormido con la música que duró hasta las tres. Ahora, tras la pared, todo estaba en calma.
Al salir hacia el trabajo, se cruzó con Lola.
—¿Qué tal dormiste?—preguntó esta con sorna—. Yo ni pegué ojo. Y esta mañana vi coches de lujo en la puerta. Ya no están.
—Se habrán ido los invitados.
—Eso. Pero… ¿quiénes eran? ¿Y por qué a Rosi le dio por esto?
En la hora de comer, Carmen entró en el súper cerca del trabajo. En la caja reconoció a Rosario, ahora con su habitual abrigo gris y pañuelo oscuro. Compraba pan, leche y salchichas baratas.
—¡Rosi!—la llamó—. ¿Qué tal? ¿Cómo fue la fiesta?
Rosario se giró, y Carmen se sobresaltó. Su vecina tenía la cara demacrada, los ojos rojos como si hubiera llorado.
—¿Qué fiesta?—respondió en un hilo de voz.
—La de anoche… con toda esa gente.
—Ah, eso…—murmuró Rosario, volviéndose hacia la cajera—. Se equivocaron de piso.
—¿Cómo que se equivocaron? ¡Tú misma nos invitaste!
—No me acuerdo—negó con la cabeza—. Quizá lo soñaste.
Pagó y salió rápidamente, dejando a Carmen atónita.
Al volver a casa, Carmen llamó a su puerta. Rosario tardó en abrir.
—¿Puedo pasar?—preguntó Carmen.
—Mejor no—vaciló Rosario—. Hay un lío después de… limpiar.
—Rosi, ¿qué pasó? Estás rara.
Rosario dudó, pero finalmente murmuró:
—Pasa.
El piso parecía el escenario de una fiesta: vasos desechables, un plato roto, restos de tarta seca. Pero lo más raro era el olor a perfumes y tabaco ajenos.
—Rosi, ¿qué ocurrió aquí?
Rosario se dejó caer en el sillón, cubriéndose la cara.
—No sé cómo explicarlo. Ayer fui a la biblioteca como siempre. Al volver… ya estaban aquí.
—¿Quiénes?
—Gente. Desconocidos. Comiendo, bebiendo, con música. Uno de ellos, con traje, me dijo: *”¡Rosario! ¡Por fin! ¡Le estábamos esperando!”*.
—¿Y qué hiciste?
—¿Qué podía hacer? Pensé que quizá los había invitado sin acordarme. Eran tan amables… Una mujer elegante dijo que también había sido bibliotecaria. Hablamos de cosas que solo yo sé… hasta del gato Perico, que murió hace un año.
—Pero si nunca los habías visto.
—¡Nunca! Y sin embargo… parecían conocerme. Hasta dijeron que de pequeña quería ser bailarina. ¡Yo nunca lo he contado!
—¿Seguro?
—Absolutamente.
Carmen miró el desorden, el rostro angustiado de su vecina.
—¿Y por la mañana?
—Desaparecieron. Solo dejaron esto… y un mensaje.
Le tendió un papel arrugado:
*”Gracias por su hospitalidad. Volveremos.”*
Firma ilegible. El papel era caro, de calidad.
—¿Te han robado algo?
—Al contrario. La nevera está llena de comida cara. Y dinero…—bajó la voz—. En mi bolso había mil euros. No sé de dónde salieron.
Quedaron en silencio. Afuera, niños gritaban, un perro ladraba. Dentro, el peso de lo inexplicable.
—Carmen—susurró Rosario—. ¿Y si vuelven?
—¿Quieres que vuelvan?
Rosario miró por la ventana antes de responder:
—Ayer, por primera vez en años, me sentí importante. Escuchaban mis historias. Reían con mis chistes. Hasta bailé… ¿Sabes cuánto hacía que no bailaba?
—Pero son desconocidos. No sabes sus intenciones.
—¿Y qué tengo yo que perder?—sonrió con amargura—. Este piso? ¿Los muebles viejos? Que se lleven lo que quieran. Por una noche, fui feliz.
Carmen iba a responder cuando sonó el timbre. Un tintineo extraño,Rosario corrió hacia la puerta con los ojos brillantes, mientras Carmen, con el corazón agitado, se preparaba para descubrir la verdad detrás de esos misteriosos invitados que habían devuelto la luz a su vecina.