**Amargo Festín: La Lamentación de Dolores**
Dolores se sentó a la mesa de la cocina, contando por enésima vez las pocas monedas que le quedaban. La cartera estaba casi vacía, y aún faltaba una semana para su magro sueldo.
—Poco consuelo— susurró, resignada. —Así es la vida con este jornal…
Tenía que pagar el recibo de la luz, comprar comida, pero ¿con qué? Vagaba entre los pasillos del supermercado en el pueblo de Robledo, suspirando ante los precios que parecían inflarse ante sus ojos. Al final, solo pudo llevarse leche, una barra de pan y un paquete de macarrones. Para la mantequilla no alcanzó, pero la margarina sí entró en el presupuesto. Café, té, dulces para acompañar, el queso que tanto le gustaba… todo quedó en los estantes.
No le quedó más remedio que acudir a su antigua suegra en busca de verduras. Y allí, como siempre, la esperaba lo inevitable:
—¡Te lo dije!— exclamó por centésima vez doña Carmen.
La suegra era una mujer severa pero sagaz. A sus setenta y seis años, siempre tenía razón. Si Dolores la hubiera escuchado años atrás, tal vez ahora no rebuscaría entre lágrimas en su bolso. Quizá viviría como cualquier persona decente. ¡O incluso mejor! Pero lo pasado, pasado estaba.
Dos años atrás, su marido, Rodrigo, la abandonó. Y no eligió cualquier día, sino el de su cumpleaños. Dolores había pasado la jornada entre fogones, preparando un banquete. Rodrigo se sentó, comió con avidez y, de pronto, soltó:
—Se acabó, Lola. Me voy.
Ella se quedó helada, incapaz de creer lo que oía. Él continuó, sin disimular su irritación:
—¿Cuántos años cumples hoy? Cuarenta y uno, ¿no? Yo tengo cuarenta y cinco. ¡A nuestra edad ya deberíamos tener nietos! ¿Dónde están? No hay. Porque no tuvimos hijos. ¡Tú no te dignaste a darme uno!
—¿Qué dices?— Dolores sintió que el aire le faltaba. —¿De qué hablas? ¡Pobrecito, estás cansado, verdad? ¡Si no eres capaz ni de darle de comer al gato! Yo me paso el día de puntillas por no molestarte, y tú protestas de que hago ruido. ¿Qué hijos quieres? ¡A lo mejor no quería tenerlos contigo!
¿De dónde sacó ese arrojo? Y, peor aún, ¿para qué? Rodrigo, como si lo esperara, se levantó de un salto, apartó la silla de un empujón y dejó caer su último dardo:
—Me iré a otro sitio. Tienes tiempo de buscar dónde vivir. ¡El piso es mío!
La puerta se cerró de golpe, dejando un silencio sepulcro. Dolores permaneció inmóvil, sin saber qué hacer, mientras un vacío terrible se expandía en su pecho.
Más tarde le contaron que Rodrigo se había “casado discretamente” con una joven dependienta de una zapatería donde él había ido a comprar botas. Le relataron con fruición cómo su ex corría a verla con ramos de flores… flores arrancadas de su propia huerta: los lirios que Dolores había cuidado con esmero durante años, rosados, amarillos, atigrados, rojos como llamas. Él los arrancó sin piedad, dejando los tallos rotos.
Dolores sentía lástima por la chica. ¿Cree que ha ganado la lotería? Ya verá. Rodrigo escatimó en el ramo, escatimará en el vestido, en los zapatos… Aunque, mirando a su nueva pareja —alta, robusta, segura de sí—, estaba claro: no merecía compasión. Él buscaba alguien que le diera “una tribu de críos”. Pues que lo intente.
¿Sabría su suegra de los devaneos de su hijo? Delante de Dolores lo reprendía, pero a ella tampoco la perdonaba:
—¿Qué te dije hace veinte años? ¡Siempre vestida como una saco! ¿Cuánta ropa decente te he regalado? ¿Dónde está? ¡Pues anda, pasea sola!
Dolores recordaba aquellos “trajes” —pantalones anchos hasta la rodilla, peludos, con estampados horteras. Rodrigo habría huido antes de verla así.
Comenzó el reparto de bienes. Rodrigo insistía: “¡Todo es mío!” Pero el juez lo dividió a partes iguales. A Dolores le tocó la huerta, a Rodrigo el piso. Entonces intervino doña Carmen, que llevaba años viviendo allí, alquilando su propio apartamento por un buen precio:
—Bueno, ¿y a mí nadie me consulta? Si Lola se instala aquí, empezará a traer hombres, ¿y yo adónde voy?
—A tu casa, madre— refunfuñó Rodrigo.
—¡Ah, listillo! ¿Y cómo va a ir al trabajo tu mozuela? ¿Y tú te quedarás en el piso tan pancho con tu dependienta?
Al final decidieron: doña Carmen se quedaría en la huerta, cedería su piso al hijo, y Dolores conservaría la vivienda que compartió con Rodrigo. Pero apenas respiró aliviada cuando llegó otro golpe: el juez repartió no solo los bienes, sino también las deudas. Ahora Dolores pagaba la mitad del préstamo de Rodrigo. La “vida bonita” tenía su precio.
Por eso caminaba hacia la parada del autobús. En Robledo los buses pasaban una vez por semana. Todos tenían coche; solo las ancianas usaban el transporte, charlando de pensiones, precios y chismes. Dolores callaba, mirando por la ventana. Mendigar verduras en su propia huerta era humillante.
Cada surco lo había cuidado, removido la tierra, celebrado cada brote verde. La casa estaba rodeada de flores, los árboles blanqueados. Dentro, luz, cortinas de colores, una cama con manta alegre, mesa con mantel blanco. Nada de trastos viejos — solo espacio, aire, belleza.
No era casual que doña Carmen se hubiera mudado allí cinco años atrás. Lista como ella sola: el divorcio era una cosa, pero había que sembrar patatas. Dolores trabajaba hasta reventar. La cosecha no cabía en el piso; mejor el sótano. Así que viajaba cada semana —algo de dinero extra para su mísero sueldo.
Doña Carmen no dejaba de sermonear, pero al menos ponía la tetera, le daba de comer y le preparaba la cama, sin parar de hablar:
—¡Te lo dije, Lola! ¡No puedes ser así! Mira, Rodrigo y esa… Dios me perdone, ya tienen un niño, ¡y pronto vendrá otro! Y tú, de aquí para allá, sin entender nada. ¿Cambiaste de trabajo? ¿Qué haces en ese colegio? ¿De qué pensión vas a vivir?
Dolores se enfadaba, pero sabía que tenía razón. Ser maestra no era vida para una divorciada sola. ¿Adónde ir? A una oficina, con más de cuarenta, no la tomarían. ¿A una tienda? No tenía fuerzas. Solo quería llorar.
El autobús llegó vacío, salvo por ella. Contempló el lago que rodeaba el pueblo, los tejados rojos de las casas de veraneo, el campo con cabras pastando. Allí se respiraba paz. Con esos pensamientos, avanzó hacia la casa —¿suya o ya no?
Desde lejos vio el trajín en el jardín. Obreros trabajaban en algo.
—¿Habrá gastado doña Carmen en un pozo?— se sorprendió. —¿De dónde sacó el dinero? ¿Se lo dio Rodrigo?
Abrió la verja y saludó. La suegra, con mejillas coloradas como si hubiera rejuvenecido, dirigía a los hombres con aire de señora.
—¡Pasa, que no tengo todo el día! ¡Hay que darles de comer aLos obreros terminaron su labor al atardecer, y Dolores, entre el cansancio y una extraña esperanza, supo que aquel pozo sería el principio de algo nuevo.






