Feliz Coincidencia

Una feliz coincidencia

Margarita tenía un perro, un marido y un vecino llamado Jaime Lencinas. Por las tardes, Margarita paseaba al perro, mientras que el vecino Jaime se paseaba a sí mismo. Caminaban alrededor de la casa y conversaban.

— Te veo mal, Jaime —decía con compasión Margarita—. Pareces una planta a la que hace tiempo no han regado. Y eso sucede porque estás soltero. Ayer estabas soltero, hoy también… y temo que mañana te encontraré igual.
— Así será —contestaba el vecino con apatía, ensimismado en sus pensamientos—. Tal vez me gustaría llevar a una mujer a casa, pero no se presenta la ocasión adecuada.
— ¡Siempre esperando una ocasión fantástica! —respondía Margarita, mientras manejaba al perro con destreza—. Así pasará la vida entera. Aunque tengo una maravillosa prima lejana que no está casada…
— Deja a tu maravillosa prima —protestaba agonizante Lencinas—. No dudo de las virtudes de tu pariente, pero no se puede forzar la felicidad.

Daban la segunda vuelta a la casa. El perro estaba contento, el vecino serio, y Margarita divertía el diálogo.
— Jaime, ¿por qué no tomas la iniciativa? —le preguntaba—. ¿Por qué no te gustan los métodos tradicionales de “ver-conocer-enamorarse”?
— Porque siglos de experiencia demuestran que solo las grandes cosas suceden por casualidad —replicaba el letrado vecino—. Mira la historia. Colón descubrió América por casualidad. El químico Plunkett descubrió el teflón por casualidad. El físico Röntgen descubrió la radiación por casualidad…

— …¿y Jaime Lencinas se casará por casualidad? —reía Margarita—. ¡Bravo! Serías un digno continuador de esa prestigiosa lista.
— Casarse con la primera mujer que se cruce para resaltar en el pasaporte no requiere inteligencia —gruñía el testarudo vecino—. Mi vida la regirá el azar.

— ¡Respira, Jaime! —contestaba Margarita—. Respira profundamente, mientras paseamos. Das pena, tan pálido y con ojos rojos… Mi esposo está casado conmigo y por eso está siempre alegre y sonrosado.
El vecino obedecía y respiraba. La luz de las ventanas caía en cuadros amarillos y rosados que temblaban bajo sus pies, tintados por las cortinas.
— ¡Bien que paseamos! Y en cuanto a mi prima… —volvía Margarita con la conversación.

— ¡Ninguna prima! —Movía las manos Jaime—. Sácala de tu cabeza. Sé bien que si me forzan a conocer a alguien, no resultará. Si no hay sorpresa ni circunstancia fortuita, no sentiré nada. Ni siquiera pensaré “¡vaya suerte!”.

— Mi prima no estaría de acuerdo contigo —decía Margarita—. Pero la dejo tranquila si tú lo prefieres. Respira, Jaime, respira.

— Te burlas de las “felices coincidencias”, pero y tú ¿qué? —Jaime insistía—. Recuerda, tú tampoco buscabas un esposo, ¿verdad? Y él a ti tampoco, pero se encontraron repentinamente, se enamoraron y se casaron, ¿no?
Jaime dio en el clavo; Margarita no podía responder.
— Sí, nos encontramos por casualidad —aceptaba, jugueteando con la correa—. Incluso de manera absurda. ¿Te conté? Yo tenía veinte años y fui a la pista de hielo de la ciudad…

— ¡Puedo adivinar! —interrumpió el vecino—. ¿Tu futuro esposo también fue a la pista y se encontraron, quizá chocaron en el hielo y cayeron juntos, luego se hicieron amigos?
— ¡Qué pena mi querido analista! Fue diferente —explicó Margarita—. Fui a la pista, pero mi futuro marido no fue…

— Qué raro —dijo Lencinas—. ¿Dónde lo encontraste entonces?
— Después de la pista —aclaró Margarita—. Al perder el autobús, caminaba con los patines al hombro. Al recortar por los patios, resbalé junto a su coche, caí de bruces y, los patines se deslizaron hasta sus ruedas.

Jaime chasqueó los dedos; todo se armaba.
— ¡Cuántas coincidencias felices se juntaron! —celebraba—. Pudiste no ir a la pista ese día…
— Ni siquiera quería ir —confesó Margarita—. Pero peleé con mi entonces novio, la tarde fue arruinada y quise distraerme sola.
— ¡Exacto! —Jaime triunfante continuó—. Varias coincidencias fortuitas. Podrías no haber discutido con tu chico. Podrías no haber ido a la pista. Podrías no haber perdido el autobús. No tropezar, pasar al lado de un desconocido Eugenio y desaparecer en la oscuridad…

— Tienes razón —dijo Margarita—. Pero las cosas resultaron como resultaron. Me caí, los patines volaron y Eugenio…
— …corrió a socorrerte, gritando: “¿Estás bien?”— dedujo Jaime.
— No. Se acercó y dijo: “Señorita, ¿ha tirado usted los patines?” Y yo le respondí: “No es gracioso, tonto”. Él dijo: “Tonta tú” y acabamos en la misma cama.

Eso era todo lo que Jaime Lencinas necesitaba. El matrimonio de Margarita y Eugenio servía de demostración viva de la superioridad de las coincidencias descaradas sobre la rutinaria intención.

— ¡El destino junta a quienes debe! —dijo Jaime—. Lo sabes, vecina, estoy creando mi propia fórmula para conocer mujeres.
— ¿Y por eso te pasas las noches frente al ordenador? —reprochó Margarita—. Por eso estás pálido, como masa sin cocinar. Lo entendería si estuvieses buscando chicas en internet, pero no es así.
— ¿Buscar chicas en línea? —Jaime resopló con desdén—. Una pura tontería de chiquillos. Recuerdo una vez que vi a una chica interesante en la red. Su cara me pareció llena de ternura y misterio, la sonrisa reflejaba una melancolía no compartida.

— ¡Qué romántico! —alabó Margarita—. Si no estuviera casada, caería a tus pies junto con el perro. Pero no puedo. Aunque mi simpática prima lejana…
— ¡Nada de primas! —cortaba Jaime—. Así que, al ver a la encantadora chica en la red, le escribí: “Era en la costa, donde la espuma borda, donde apenas pasa una carroza de la ciudad…”
— ¿Y ella?
— Ese ángel me respondió con la cortesía de la Tatiana de Onegin: “¿Estás loco o qué?” Y entendí que no era esa coincidencia.
Margarita reía junto al perro, que también aullaba a su dueña.
— ¡Tengo mente matemática! —Jaime levantó un dedo enseñando—. Mientras trabajo en las noches, cálculo la probabilidad de una reunión casual con una mujer a la que ame. El éxito aún es pequeño, pero un día ocurrirá. Encuentro fortuito, error inesperado, comienzo imprevisto de algo grande…

— ¡Te deseo que encuentres pronto esa coincidencia feliz! —dijo Margarita.
Y se separaron. Margarita fue a alimentar a los hijos, al esposo y al perro, mientras que Jaime se dedicó a pensar y a calcular la fórmula del amor.

Esa misma tarde, Jaime también salió a tomar aire fresco. Margarita y su perro no estaban en la entrada, pero pasaba una chica en bicicleta. Despistada, golpeó el borde del camino, cayendo con un chillido justo a los pies de Lencinas.
Quizá Jaime era un pesado, pero nunca insensible. Rápidamente fue a socorrer a la ciclista. La chica tenía ojos color azul cielo, cabellos dorados y piernas esbeltas.

— ¡Cuidado! —dijo Jaime, ayudándole a levantarse—. ¿Por qué te caes en el duro pavimento? Podrías romper la bici…
— Fue un accidente —sonrió la chica de ojos celestes, sosteniéndose la rodilla—. Ni siquiera quería pasar por este patio. No te quedes ahí parado, préstame tu hombro. ¡Ay, qué mareo…! Mucho gusto: Ariadna.

Jaime cuidó a la chica herida en un banco y luego reparó su bicicleta. Parecía que Lencinas estaba encantado con la desconocida que había caído a sus pies. Ella encajaba sin problemas en su teoría de reuniones casuales.
Margarita observaba tras la cortina. Sabía que su prima Ariadna había roto dos faldas y sufrido cinco moretones mientras aprendía a caerse con gracia y en el momento preciso…

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