¡Feliz aniversario, señora de la casa! dijo solemnemente el hombre, entregándome una aspiradora para celebrar nuestros veinte años de matrimonio. Y a la mañana siguiente, mi “regalito” lo dejó sin palabras.
Imaginaos, chicas. Mi marido, Javier, y yo cumplíamos veinte años juntos. ¡Veinte! Dos décadas de amor, risas y algún que otro disgusto. No es poca cosa, ¿verdad?
Yo, por supuesto, llevaba semanas soñando con este día. Esperaba algo romántico: una cena en un buen restaurante de Madrid, un viajecito a la costa, o al menos un ramo de flores y unas palabras tiernas. Me puse mi vestido favorito, preparé una mesa especial, y todo el día estuve con el corazón acelerado, esperando una sorpresa.
Javier, por su parte, había salido temprano, sonriendo con misterio. “Tengo que hacer unos recados”, dijo. Claro, yo ya me imaginaba algo grande.
Y entonces llegó. Entró en el piso con dos cajas enormes, una más pequeña que la otra, y con esa sonrisa de quien se cree el rey del romanticismo.
¡Feliz aniversario, cariño! exclamó, entregándome la primera caja.
La abrí con ilusión y ahí estaba: una aspiradora. Sí, habéis oído bien. Una aspiradora de última generación, con función de lavado, pero al fin y al cabo, ¡una aspiradora! Me quedé helada. ¿En serio? ¿Para nuestro vigésimo aniversario?
Pero Javier, sin notar mi decepción, se apresuró a abrir la segunda caja. Y de ella sacó un televisor gigante de pantalla plana. De esos que ocupan media pared. El mismo que llevaba meses deseando.
¡Esto es para los dos! dijo, orgulloso.
Esa noche, en lugar de celebrar juntos, él pasó horas cambiando de canal como un niño con juguete nuevo. Entre bocado y bocado de la ensaladilla que preparé, me soltó:
¿A que el regalo es práctico, señora de la casa?
Esa palabra, “señora de la casa”, fue la gota que colmó el vaso. No soy su empleada, ni su cocinera. ¡Soy su esposa! Y después de veinte años, me daba un electrodoméstico mientras él se regalaba un capricho.
Me dolió, pero no dije nada. Sonreí, agradecí el “detalle” y me fui a la cama con un plan en mente.
Al día siguiente, me levanté antes que él. De un armario saqué dos cajas elegantes que había preparado con antelación. En una puse un cubo de basura nuevo, reluciente. En la otra, un desatascador de baño. Las adorné con lazos y las dejé sobre la mesa.
Cuando Javier apareció, soñoliento, le sonreí con dulzura.
Feliz aniversario, amor. Esto es para ti.
Su cara al abrir los regalos no tuvo precio. Primero el cubo, luego el desatascador. Se quedó mirándolos, luego a mí, sin entender.
¿Esto qué es? preguntó al fin.
¡Regalos prácticos, cielo! contesté alegre. Tú te ocupas de la basura y de las tuberías, ¿no? Pues pensé que merecías herramientas dignas de un gran señor de la casa.
El silencio que siguió fue oro puro. Vi cómo le ardían las orejas y cómo apretaba la mandíbula. Entonces lo entendió todo: el mensaje, mi enfado, su error.
Esa misma tarde volvió con un ramo de rosas rojas y entradas para el teatro. Y desde entonces, saca la basura sin que se lo recuerde.
Moraleja: a veces, un pequeño “recordatorio” es lo único que falta para que un hombre valore lo que tiene. Y si no lo hace, siempre queda el recurso del cubo y el desatascador.