Tengo 70 años y no me arrepiento ni un poco de haber decidido no tener hijos.
Me llamo Carmen Rodríguez y vivo en Segovia, un lugar en el que las sombras del pasado cubren sus calles. Recientemente, fui a una consulta con el dermatólogo, y mientras esperaba mi turno en el pasillo de la clínica, una mujer elegante con una sonrisa suave se sentó a mi lado. Nos pusimos a charlar, y sus palabras cambiaron mi perspectiva sobre la vida sin que me diera cuenta. No era solo una buena interlocutora; su historia me hizo reflexionar sobre lo que creía inamovible.
Desde el primer momento, me llamó la atención su estilo: sus manos cuidadas, peinado impecable, ropa a medida. Pensé que tendría unos 50 años, no más. Pero, para mi sorpresa, mencionó que ya superaba los 70. Quedé atónita; su rostro no mostraba arrugas ni cansancio. Se veía viva, radiante, diferente a sus contemporáneas, que parecen agobiadas por los años y las preocupaciones. Esa mujer irradiaba luz, y no podía apartar la vista de ella.
Me contó su vida con sinceridad y sin adornos. Había estado casada dos veces, y ahora vivía sola. Su primer marido, Pablo, y ella se separaron jóvenes. El motivo fue sencillo y a la vez crudo: ella no deseaba tener hijos. Él lo sabía desde el principio; soñaba con un matrimonio sin pañales ni cochecitos. Pero cuando cumplió los treinta, él empezó a presionarla: “Una familia completa necesita hijos, es hora de pensarlo”. Su instinto maternal nunca despertó, y permaneció firme: tener hijos contra su voluntad era traicionarse a sí misma. Hablaron con franqueza, pero tomaron caminos separados; divorciarse fue más fácil que vivir una mentira.
Su segundo matrimonio fue con Javier, un hombre divorciado con una hija de su primera unión. Él tampoco quería más hijos, lo que los unió aún más. Vivian en armonía, sin mencionar el tema de la descendencia, y Javier incluso agradecía que ella compartiera su postura. Sin embargo, el destino tenía otros planes: falleció en un accidente de coche. Ella quedó sola, pero el aislamiento no la doblegó, se convirtió en su libertad. “Soy feliz”, me dijo con determinación mirando mis ojos. “No tengo que ajustarme a nadie, vivo para mí”. En su voz no había atisbo de arrepentimiento, solo fuerza y serenidad.
Narró la historia de sus amigas, quienes depositaron en sus hijos todas sus esperanzas. Ahora solo suspiran, pues sus hijos crecieron, tomaron su propio camino y dejaron un vacío. “Los hijos no se preocupan por nosotros cuando envejecemos”, comentó. “Por eso nunca quise tenerlos. Ni siquiera lo soñé”. Su vida está llena de viajes, libros, y paseos matutinos junto al río. La ausencia de hijos no es un vacío en su vida, sino unas alas que la mantienen a flote.
“¿Y qué hay del famoso vaso de agua en la vejez?”, le pregunté, recordando un viejo dicho. Se rió: “No moriré de sed ni de enfermedad. Mientras mis amigas lo dieron todo a sus hijos, yo ahorré. Ahora tengo lo suficiente para pagar a una cuidadora hasta el final de mis días”. Sus palabras despiertan un reto, no al mundo, sino al miedo de pensar que sin hijos la vida carece de sentido. Ella demostró lo contrario: a los 70 años florece, no se marchita, vive feliz, sin esperar gratitud ajena.
La observaba, y reflexionaba sobre cómo nos encerramos en normas por miedo a ser juzgadas. Eligió su camino: sin voces infantiles en casa, sin pañales ni noches sin dormir, y esa elección la liberó. Su historia es un espejo en el que vi a una mujer que no cedió ante el deber impuesto. El primer marido se fue, el segundo falleció, pero ella construyó una vida en la que se siente plena. Mientras sus amigas se quejan del desinterés de los hijos, ella disfruta su café matutino en silencio, sonriendo al nuevo día.
Ahora, me pregunto: ¿y si tiene razón? Sus palabras me tocaron profundamente. He visto cómo conocidos envejecen en soledad, a pesar de tener hijos; cómo sus esperanzas se desvanecen cuando sus hijos adultos olvidan llamar. Mientras tanto, ella, a sus 70, no espera ayuda de nadie, no vive en el pasado ni añora lo que no tuvo. Es libre como el viento sobre el Duero y feliz, como ninguna otra persona que conozca.
¿Qué piensan ustedes de esto? ¿Comparten esta elección? Su vida desafía los estereotipos, prueba que la felicidad no reside en los hijos, sino en escucharse a uno mismo. Salí de la clínica con su sonrisa grabada en mi memoria y pensando: ¿debería dejar de temer a mis propios deseos? No se arrepiente de nada, y eso me obliga a replantear todo en lo que creía.