**Felicidad Tardía**
Amancio deambuló sin rumbo por una ciudad desconocida hasta llegar a la estación de tren. Las piernas le pesaban como plomo, y el ánimo no era mejor. Había llegado con tanta ilusión, sin imaginar que acabaría huyendo como un gato asustado, aunque no había hecho nada malo.
Encontró un banco libre en la sala de espera y se sentó. *”Descansaré un poco y luego preguntaré por el billete. Cinco minutos no cambiarán nada. Menos mal que no compré el de vuelta. Pensé quedarme una semana… Bueno, qué más da.”*
Al notar las piernas algo más ligeras, alzó su pesada mochila deportiva y se dirigió a las taquillas. Mientras esperaba, observó el bullicio del lugar y se preguntó qué haría si no hubiese plazas. Pero la taquillera le entregó un billete, aunque el tren no saldría en tres horas. No importaba. Lo importante era volver a casa.
Guardó el billete y el DNI en el bolsillo de la chaqueta y miró alrededor: su banco ya estaba ocupado. Salió al andén, donde junto a la pared de la estación había más bancos. Un tren esperaba en la vía sexta, listo para partir. El panel electrónico mostraba el destino y la hora, pero los pasajeros ya estaban a bordo, dejando los asientos vacíos.
El olor a creosota y polvo se mezclaba con el humo de cigarrillos, el aliento a alcohol y el sudor de cuerpos sin lavar. Ni siquiera el aire fresco lo disimulaba. Miles de personas pasaban por allí cada día, incluidos indigentes y borrachos.
Amancio se sentó en un banco con buena vista de los paneles y los trenes, dispuesto a esperar. Repasaba mentalmente la conversación con el nieto de Rosario, buscando las palabras que no supo decir en su momento.
—¿Está libre? —preguntó una voz joven a su lado.
Alzó la vista y vio a un hombre trajeado, con una maleta de ruedas.
—Sí, siéntese —cedió, aunque había espacio de sobra. Notó que todos los bancos estaban ocupados ahora.
El hombre se sentó en el otro extremo, aflojó la corbata y colocó la maleta a un lado.
—¿Va de viaje de negocios? —preguntó Amancio, deseando conversar.
—No, vuelvo a casa —respondió el otro con desgana, mirándolo de reojo.
—Yo también —suspiró Amancio.
—¿También de negocios? —preguntó el hombre, escéptico.
—No. Vine de visita. Pensé quedarme una semana, pero no pude.
—¿Te echaron? —preguntó con cierta compasión.
—Algo así. Estoy esperando el tren a Granada. ¿Y usted?
—Mala suerte la nuestra. A mí también me toca esperar. Tuve que cambiar el billete.
—¿En qué vagón va? —preguntó Amancio, curioso.
—El once.
—¡Vaya coincidencia! Yo también. ¿No irá en el compartimento cinco, verdad?
—Sí, en el cinco —respondió el hombre, desconfiado, y sacó su billete para comprobarlo. Asintió y lo guardó. Luego se golpeó las rodillas con las palmas.
—Qué casualidad. ¿Acaba de comprarlo?
—Sí.
—Yo debía irme en dos días, pero mi mujer llamó. Mi hija está enferma. Dijo que temía hasta nombrar el diagnóstico, lloraba. Tuve que volver.
—Habría sido más rápido en avión —comentó Amancio.
—Tengo miedo a volar, la verdad. El tren es más tranquilo.
En ese momento, sonó el teléfono del hombre. Lo sacó y contestó. Amancio apartó la mirada, fingiendo no escuchar.
—Hola. Sí, ya estoy en la estación… Sí, tenía esperanzas… Yo también te echo de menos. No llores, intentaré volver pronto… —Escuchó en silencio, con la mirada perdida—. Vale, te llamaré si cambia algo. Hasta luego, cariño.
Colgó, más taciturno. Amancio tampoco hablaba.
—No finjas que no lo entiendes —rompió el silencio el hombre—. No me juzgues, padre. No sabes nada.
—Yo no juzgo. No es asunto mío.
—Eso está bien. Por mi hija daría cualquier cosa. Pero mi mujer… Me enamoré como un crío. ¿A ti no te ha pasado?
—Claro que sí. Pero nunca le fui infiel a mi mujer. Si te casas, asumes una responsabilidad. ¿Y si ella te hubiese engañado? ¿Cómo vivir con eso?
—Listo. Vengo aquí cada seis meses. Descanso el alma y puedo seguir viviendo.
—¿Cuántos años tiene tu hija?
—Doce. ¿Y tú? ¿Huir de tus hijos? ¿Te echó tu hijo? —preguntó con cierta malicia.
—Mi hijo vive en Barcelona con su familia. Siempre me invita, pero no quiero estorbar.
—Es lo correcto —asintió el otro.
—Mi mujer murió hace tres años. Me casé por despecho, para olvidar a mi amor de juventud. Cuando ella falleció, quise seguirla. Quizás la amaba sin saberlo. El amor es raro. Pero sigo aquí. Si no remueves el dolor, duele menos.
—¿Viniste a ver familiares?
El ser humano es así: cuando sufre, el dolor ajeno lo distrae del propio.
—No, pero vine a ver a la persona más importante para mí.
—Cuéntame. Tenemos tres horas. Me llamo Javier.
—Amancio.
Se dieron la mano.
—Oye, mi chica me preparó pollo asado y empanadas. ¿Quieres que vayamos por unas cervezas?
—No bebo. Y no tengo hambre. Si quieres, come tú.
—Tienes razón. Sigue.
—¿Qué contar? —comenzó Amancio—. En el colegio me enamoré de una chica. Me quedaba sin aliento al verla. Pero ella ni me miraba. Nunca me declaré. Me fui a la mili. Hasta pensé en desertar, me comía la envidia.
Ella se casó mientras yo servía, con mi mejor amigo. Cuando volví, ya tenían una hija. Quise hablar con él, pero me preguntó si el niño era mío. Exploté y le di un puñetazo.
—¿Era tuyo? —preguntó Javier, impaciente.
—No, ni siquiera la besé. La amé desde lejos. —Amancio lo miró serio—. Sufrí mucho. Me mordía los labios al verlos juntos. Hasta me cambié de acera para no pasar por su casa. Creí que al casarme se me pasaría. Qué va.
Isabel fue una buena esposa. Sabía que no la amaba, pero se esforzaba. No merecía su cariño. Pero el corazón no entiende de razones. No pude olvidar a Rosario. Hasta quise mudarme, pero se fueron a Madrid. Fue un alivio.
Isabel me dio un hijo. ¡Cómo me enorgulleció! Pero nunca fuimos una familia. Soñaba con Rosario. Cuando Isabel murió, quise morir. Sin ella, la vida no tenía sentido.
Mi hijo ya estaba casado y se mudó a Barcelona. Me dejó un portátil para hablar por Skype. Aprendí rápido. Empecé a buscar en redes, a contactar viejos amigos. Un día la encontré.
Le escribí, pero no respondió. Hasta que un día recibí un mensaje corto: *”Te recuerdo. Me alegra saber de ti.”* Un año escribiéndonos. Hasta que le confesé que la había amado en el colegio. Me preguntó por qué no dije nada antes. Resulta que yo también le gustaba.
Perdimos tanto tiempo… Aunque no me quejo de Isabel. RosarioY cuando el tren comenzó a moverse, Amancio sostuvo la mano de Rosario, sabiendo que, aunque tardía, la felicidad había llegado al fin.