**La Felicidad Bajo el Banco**
Cristina entró en el supermercado después del trabajo. Solo faltaban cuatro días para Nochevieja y su nevera estaba vacía. No había tiempo para nada. Ni siquiera había decorado el árbol.
Soplaba un viento helado. Tras el deshielo, la nieve húmeda se había convertido en trampas resbaladizas en las aceras. Y ella, como si fuera poco, llevaba botas de tacón. Avanzaba a pasitos cortos, esforzándose por no caer. Las farolas, como siempre, no funcionaban todas, y en el crepúsculo invernal apenas se veía. Las bolsas pesadas le arrancaban las manos y le dejaban las palmas marcadas. Las piernas le dolían de tanto esfuerzo. «¿Para qué he comprado tanto? Podría haber esperado hasta mañana», se regañó.
Llegó a la parada del autobús y dejó las bolsas en el estrecho banco. Se frotó los dedos entumecidos. Se sentó un momento, dejando que sus piernas descansaran, y metió las manos en los bolsillos del abrigo. Pero el viento la alcanzaba incluso allí.
Observaba los coches pasar. Imaginaba lo agradable que sería estar dentro de uno, calentita. Soñaba con tener su propio coche, pero no le apetecía endeudarse. Ahora se arrepentía.
Llegó el autobús. Las puertas se abrieron con un siseo, bajaron unas cuantas personas y nadie miró siquiera hacia Cristina.
Estaba a punto de levantarse cuando escuchó un gemido. Miró alrededor, pero no había nadie más en la parada. Unos segundos después, el sonido se repitió, esta vez más cerca. Cristina se levantó de un salto. Los faros de un coche iluminaron algo oscuro en el rincón, detrás del banco.
Por un instante, pensó en salir corriendo. Pero se dijo que, si no lo encontraban hasta la mañana, aquel hombre podría congelarse, más aún si estaba borracho.
Sacó el móvil de su bolso y encendió la linterna. Lo primero que vio fue un abrigo negro y unos zapatos relucientes. No era ropa de mendigo.
La luz le dio de lleno en la cara. El hombre parpadeó, pero no abrió los ojos. Era joven, bien cuidado, vestido con elegancia. Cristina se inclinó hacia él, pero no olió a alcohol.
—Eh, ¿se encuentra bien? Levántese, que se va a congelar —le dio un empujón en el hombro.
No hubo respuesta.
Sin pensarlo dos veces, llamó al 112 y explicó la situación.
—Espere —contestó una voz cansada al otro lado.
Cristina guardó el móvil, se metió las manos en los bolsillos y se encogió como un gorrión. Estaba helada. ¿Y el pobre hombre en el suelo? Podía irse, pero ¿y si le robaban antes de que llegara la ambulancia?
Ya le castañeteaban los dientes cuando el vehículo de emergencias apareció. Dos sanitarios se acercaron.
—Allí, en el rincón —les señaló.
Se agacharon junto al hombre. Justo entonces llegó otro autobús, y un par de curiosos empezaron a preguntar qué pasaba.
—Apártense, no estorben —les espetó el médico.
Volvió con el conductor y una camilla.
—¿Me ayudan a subirlo? —pidió, pero los mirones desaparecieron como por arte de magia.
—¿Qué tiene? —preguntó Cristina, preocupada.
—Parece un infarto. Lo encontró justo a tiempo. Anote su número, por si acaso —el médico sacó una libretita y un lápiz del bolsillo.
—¿Ya no me necesita? Es que estoy congelada —le devolvió el bloc.
Cristina miró cómo se iba la ambulancia, recogió sus bolsas y echó a andar. Pero las piernas no le respondían, tan frías estaban.
En casa, pasó un buen rato descongelando las manos bajo el agua caliente. Luego guardó la compra. Toda la noche estuvo pensando en aquel hombre. ¿Qué le habría pasado? ¿Cómo habría terminado ahí? Se arrepintió de no haber preguntado a qué hospital lo llevaban. Podría haber llamado al día siguiente.
Dos días después, sonó su móvil. Un número desconocido. Afuera, la nieve caía sin parar, cubriendo el hielo y haciendo el mundo más brillante. Dudó unos segundos, pero al final contestó.
—¿Cristina? —preguntó una voz masculina agradable.
—Sí. ¿Quién es?
—Usted me salvó. Llamó a la ambulancia cuando estaba en la parada…
—¿Está bien? —se alegró—. ¿Cómo se encuentra?
—Bien. Le llamaba para darle las gracias. Dejó su número.
—¿Qué le pasó? —preguntó, sintiéndose culpable por no haber llamado ella antes.
—Es largo para explicarlo por teléfono. Podría pasar a verla cuando me den el alta. ¿Me dice su dirección?
—¡Ay, no hace falta! —se resistió.
El hombre guardó silencio. Cristina también. No sabía nada de él… Se despidió y colgó. Solo entonces recordó que ni siquiera le había preguntado su nombre.
Había salido con un chico durante cuatro años, dos de ellos viviendo juntos. Pero él nunca le propuso matrimonio. La relación se agotó y se separaron. Le costó un año entero reponerse. Ahora temía volver a enamorarse, temía el dolor y las decepciones.
Sus amigas estaban igual. Rita, divorciada; el novio de Ana había muerto en una misión militar. Se reunían, bebían, veían el especial de Nochevieja y se desahogaban. Juntas era menos triste.
El día 31, Cristina se levantó tarde. Mientras picaba verduras para las ensaladas, sonó el timbre. ¿Quién podía ser? Sus amigas no llegarían hasta más tarde.
Abrió la puerta. Allí estaba un hombre guapo, con un ramo de flores y una bolsa.
—¿Cristina? —sonrió, mostrando unos dientes perfectos—. Vine a darle las gracias.
—¿Usted?..
—Sí. Convencí al médico para que me diera el alta.
—¿Y cómo supo mi dirección? —preguntó, olvidándose de invitarlo a pasar.
—No fue difícil. Con su número de teléfono. ¿Puedo pasar?
—¡Ay, claro! Pase —reaccionó, sonrojada.
El hombre entró, le entregó las flores.
—Y esto también —le dio la bolsa.
—No tenía que haberse molestado… —se ruborizó.
Asomaban las hojas verdes de una piña y el cuello de una botella de champán. Él era atractivo, de esos que podrían ser modelos.
—Si no hubiera sido por usted, quién sabe qué habría pasado —dijo, mirándola fijamente.
—Quítese el abrigo y pase —invitó ella, escondiendo la cara entre las rosas.
Sin más, él entró en la cocina. Parecía sacado de la portada de una revista.
—¿Espera visita? —preguntó al ver los ingredientes.
—Van a venir mis amigas.
—¿Qué está preparando?
Cristina se encogió de hombros.
—Lo de siempre: ensaladilla rusa, carne con tomate…
—Déjeme ayudarle. No me he presentado. Soy Javier. Trabajo en el restaurante «La Taberna de Sevilla». Algo sé de cocina. ¿Tiene un delantal?
Ella, sorprendida, le pasó el suyo, floreado.
Javier cortó con maestría, y pronto la mesa lucía varios cuencos con ensaladas bien presentadas. La carne estaba macerándose. Juntos prepararon todo. Sin darse cuenta, pasaron a tutearse.Y mientras los fuegos artificiales iluminaban el cielo, Cristina supo que la felicidad, como el amor, a veces aparece donde menos la esperas.